Juan Ramón Jiménez
No, si en
principio, el diseño del cuerpo humano mal pensado no está, lo haya hecho Dios
o su alcahueta, la Evolución: están las piernas para caminar, exentas y fuertes
y, pese a su posición tan próxima a la cloaca, no suelen verse contaminadas por
la suciedad o los fluidos. La cabeza, el puente de mando de la nave, en
lo más alto, ojo avizor, sólo amenazada por la caspa o la locura; los
brazos para trabajar, las nalgas firmes y movedizas a un tiempo, para sentarse,
para llamar a la cópula, para asegurarla con su intenso martilleo, para arrastrar las miradas; tronco
poderoso y firme, bien protegido por las costillas para albergar los fuelles. Y
luego el ombligo, rematando y asegurando el conjunto, chapucero, como obra de
una costurera con cataratas. Todo eso está muy bien, pero sea el Dios alfarero
o la Evolución, su alcahueta, podían haber sido un poco más generosos y aseados
y no juntar en torno al vientre tantas funciones y tan delicadas. Porque,
en cuanto se inventó el lenguaje, hubo que construir complicados sistemas de
sublimación y distanciamiento de todo eso. Hay hombres que llegan a viejos y
que no saben nada de las tormentas procelosas del cuerpo, pueden haberlo usado
para el juego, el gozo y el esfuerzo durante tanto tiempo, sin notarlo, sin presentir
su obsolescencia o caducidad. Mientras que las mujeres, aunque quieran, no
pueden evitar su presencia impertinente y turbadora desde muy jóvenes. De
manera que la cultura, gracias al lenguaje, se convirtió en una empalizada y un
refugio para distanciar o alejar la suciedad y la degradación, en lo posible,
de nuestra vida cotidiana. Pero al final lo escatológico, imparable nos
asalta, cuando caemos enfermos, o conforme vamos para viejos. Se van soltando
las amarras que mantenían el artilugio firme y erguido y va emergiendo poderoso
e inevitable el desarreglo, el desorden, el caos. Ni todos los libros ni todos
los poemas ni el cine ni la música ni la danza ni el Imserso ni los bufés
libres de los hoteles en temporada baja ni los amores tibios inventados en la
vejez, podrán ocultar el colapso del majestuoso edificio corporal de la
juventud. Juan Ramón Jiménez, el enfermo permanente, apartó mientras que pudo
todo lo sucio de su vida, gracias a la escritura, para terminar
admitiendo al final, en su poema Espacio, que amor y excremento,
por culpa de un dios ironista, o de la Evolución, su alcahueta cachonda,
residían, inseparables, en las cloacas.
La sugerente imagen de Juan Ramón, que recuerda la de Freud, no le llega a la suela del zapato a tu mucho más que sugerente recorrido literario por el cuerpo, sus maravillas, seducciones y putrefacciones. Una forma de expresión, ésta tuya, que ha sabido unir lo mejor del Barroco español con lo mejor de la generación del 27.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Si fuéramos eterno, amigo Trasindependiente, no nos pasaría de nada. Un abrazo y mi agradecimiento por tu atención.
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