Antes del descubrimiento de la escritura, los reyes solían
comparecer ante su pueblo para explicar sus decisiones. Dictaban leyes de viva
voz, juzgaban a sus súbditos según esas leyes no escritas, decidían sobre la vida
y la muerte de los hombres y mandaban degollar a los que se saltaban sus
mandatos. Pero todo tenía que pasar en su presencia. No había piedras de Rosetta.
Ni códigos de Hammurabi en los parlanchines tiempos de la oralidad, sólo la voz
del rey y su recuerdo en la memoria de las gentes. Un “lo ha dicho el Rey “,
solía bastar para dirimir conflictos y para que sus subordinados ejercieran la
autoridad en su nombre, pero, al final, el rey tenía que aparecer, no en
efigie, no en cuadro o pintura, en persona para constatar que se cumplían sus
órdenes. Las tablas de la ley y los decretos vinieron después. Cuando se hubo
inventado la escritura. Fue entonces cuando un listillo, atlético y con autoridad
entre su gente, se subió a lo más alto de un cerro, un día de niebla, llevó con
él un saco de dormir, un pellejo con agua, algo de pan y un trozo de cecina de
cordero y se pasó unas noches desaparecido, después de amenazar con castigos
tremendos a los que se atrevieran a seguirlo para meter sus narices en las brumas
del misterio. A los pocos días, bajó de la montaña con unas piedras escritas y
asegurando que aquellas cuatro letras toscamente esculpidas en el granito eran
las leyes inmutables caligrafiadas en su presencia por el mismo Dios. Ahí
comenzó la gran estafa, la tremenda sustitución de los dioses y de los reyes
por escribas avispados, con dotes de escaladores, que aseguraban ser los
propietarios del copyright de lo
invisible. La escritura, y también las imágenes de las cuevas prehistóricas, hicieron innecesaria la presencia de los
dioses y de los reyes para ejercer su autoridad, sustituidos por pendolistas y
dibujantes. Desde entonces, ni los dioses ni los reyes tienen por qué
personarse cuando los invocan o los reclaman, para adorarlos a para abrasarlos.
Parece que militantes de la CUP se tuvieron que contentar con quemar fotos de
Felipe VI en la manifestación de la última Diada. Después amenazaron con seguir
quemando imágenes del rey si “Madrid” se empecina en perseguir penalmente a los
pirómanos. Incluso, según cantaron algunos en la manifestación, si Felipe
VI va por Barcelona, podría jugarse la
cabeza. Es una manera infantil de echar balones fuera. El enemigo es Puigdemont,
representante de la burguesía más rocosa y aprovechada de este reino. Lo tienen
al lado, pactan con él, quizá le den fuego para que encienda un cigarrillo, si
es que fuma. Pero quemar, quemar, sólo queman los cromos de “Madrid”. ¡Me
cachis!
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