Luz de luna
Escribir en castellano,
después de Cervantes, siempre ha supuesto un riesgo. Al que, según he podido
comprobar en la pasada Feria del Libro, han hecho frente miles de escritores. Sin
miedo al ridículo. Cervantes no es la perfección, sin duda, ni siquiera para el
mismo Borges. De su forma de escribir decía el argentino «No hay una de sus
frases revisadas que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede
señalar los errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no
lo es; sin embargo, así incriminado, el texto es eficacísimo, aunque no sepamos
por qué». Y sin embargo ahí está el Quijote. La ironía. El humor, el
descreimiento inteligente y cauteloso que le permiten verle el culo al mundo.
Su lucha contra las verdades absolutas, que hoy llamamos posverdades. O sea,
las mentiras de siempre, esas que unen a
millones de personas de todo el mundo que no se conocen de nada. Su ironía
inaugura el arte contemporáneo. Porque, como dice el poeta Pavese, si el arte
antiguo era religioso, el moderno, necesariamente, ha de ser irónico. Desafecto
con todos y con todo. Para salirse de los carriles del fanatismo, de los
catecismos y de los argumentarios. Hoy
Cervantes estaría en los juzgados, acusado de irreverente o de faltarle al
respeto a las mentiras nada respetables que vienen produciendo tanto dolor y
tanta muerte y tanta cohesión y tanta seguridad y tanto dinero. Saldría
absuelto, claro; si no lo pescó la Inquisición, no lo iba a atrapar la
miserable Ley Mordaza, redactada para blindar las posverdades. Pudo Cervantes
dejar caer, en el prólogo del Quijote, sobre el obispo de Mondoñedo el estigma
de putañero, de forma tan sibilina que muy pocos lo advirtieron. Y pudo
certificar la muerte de Quijano, el Bueno, sembrando dudas sobre “el relato
católico” de la salvación eterna que nos
cuenta que, al fenecer, alguien almacena nuestro espíritu hasta el día del
Juicio; con sólo esta frase: [Don Quijote] “dio su espíritu, quiero decir que
se murió”. Muerto total y para siempre.
Otros méritos de Cervantes es haber hecho de Dulcinea, una mujer
sencilla y tosca, una de las mujeres literarias más hermosas, adelantándose
siglos a los programas televisivos, en los que entras adefesio y sales divino. A él le debemos, también, el haber descubierto
ese recurso narrativo tan eficaz, del que han echado mano tantos guionistas de
películas y de series, como “Luz de Luna”, y que consiste en poner a un hombre
y a una mujer a trabajar juntos, sin consumar. Eso lo hizo en “Los trabajos de
Persiles y Sigismunda”, sapientísima novela de vejez, en la que los
protagonistas recorren juntos miles de kilómetros, deseándose, sin tocarse. Cervantes
también fue de los primeros novelistas que quiso vivir de su oficio. Pero no siempre lo consiguió. Algo habitual, hoy en día.
Muy bueno...
ResponderEliminarGracias, Mark de Zabaleta. Tu valoración me sube la moral. Un saludo cordial.
EliminarCoco, eres un sol, siempre leyendo mis cosas y animándome con tus generosos comentarios. Un beso grande.
ResponderEliminarLa posverdad: esa argücia para hacernos creer que los gigantes son en realidad molinos. Felicidades por el texto. Exquisito como siempre.
ResponderEliminarDon Pablo, me has hecho sonrojar con lo de los miles de autores que nos atrevemos a usar la lengua de Cervantes sin ser él. Me culpa.
ResponderEliminarUn abrazo,
AG
No te preocupes, también siguieron escribiendo poemas de amor miles de poetas, pese a Petrarca. Tú sigue, sigue...
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