Como los pasteles de los López, ningunos
Para mí, el 12 de Octubre, día de la Fiesta Nacional, es un día
triste porque es el día en que cierran Los Italianos. Soy muy básico. Ayer me
llevé un mal rato al pasar por la Calle Reyes Católicos y ver que Los López-Mezquita
estaban en obras. En abril, mi abuela, recogía los primeros dineros contantes y
sonantes de la temporada gracias a la venta de las cerezas tempranas de Cenes.
Se vendían estupendamente en la corrida del bar de Paco. Para entonces nos
habíamos quedado, en los años 60, sin cash-flow: habíamos consumido la matanza,
nos habíamos comido los melones colgados del techo del granero y los caquis.
Pero las cerezas salvadoras del Zargal, la finca de mi abuela, nos sacaban de
la crisis, a nivel microeconómico. Y allí iba doña Dolores, vestida de luto, desde que perdió a su marido, con 22
años y dos hijos, en el tranvía de la Sierra y compraba chacinas en Brieva, una
tienda de ultramarinos que había junto a la barbería donde se pelaban mi padre
y Lorca, en la Acera del Darro. Luego se pasaba por los
López-Mezquita, donde adquiría los deliciosos bizcochos de soletilla de la casa
y una caja de pasteles surtidos. Y, cuando nos los estábamos comiendo,
exclamaba ritualmente: “¡Cómo los pasteles de los López, ningunos!”. Me
gustaría que la patria me hiciera sentir mariposas en el estómago, pero nunca
me han entusiasmado las grandes posverdades, como las llaman ahora. Soy un
patriota de proximidad, sólo aprecio y valoro lo que puedo tocar, lo que puedo
ver, lo que me roza la piel. Ha muerto demasiada gente a cuenta de las patrias
y de las religiones y de las grandes promesas y de las grandes máscaras y
tapaderas de la suciedad y la vileza. Ahora sólo creo en los tomates y los
pepinos y las ciruelas y el pimiento rojo y la berenjena tersa que me vende
Salvador, un vendedor ambulante, tierno y curioso, que hizo la primera comunión
conmigo en la escuelas del Avemaría de la Avenida de Cervantes y que todavía
recuerda con emoción la onza de chocolate y el bollo de leche que nos regalaron
ese día a los primeros comulgantes. Insensibles para el tremendo misterios que
nos acababa de pasar (nada más y nada menos que comernos todo un dios), pero
muy sensibles a una onza de chocolate, tan harinosa que nos producía dentera
morderla, pero nada habitual en la dieta de un niño del año 1953. También recuerda
Salvador que le tocó una lata de sardinas con el número 17 y cómo suele meter en
los ciegos a ese número, sin suerte. En el patio del colegio había un mapa de
España de obra, con sus mares y sus montañas. En un pispás estábamos en Madrid,
sin necesidad de tren, y en Barcelona, en tres zancadas. No creo que a Salvador
le importe un pito el esperpento catalán. Sí le gustaría, como a mí, volver al
patio del colegio para recorrer aquella patria abarcable y eterna del mapa de
nuestra infancia.
Muy buen artículo !
ResponderEliminarGracias por la atención que prestas a este blog. Un saludo cordial.
EliminarPrecioso artículo, y los helados de los italianos delicatessen.
ResponderEliminarGracia, Lole, totalmente de acuerdo en lo de los helados. Un saludo cordial.
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