La vietnamita
Las redes sociales te permiten estar en rebelión telemática,
a tiempo completo. Todavía en la cama y con el dedo entumecido por una mala
postura, guillotinas en tu tablet a los
borbones, antes de la primera meada de la mañana. En el desayuno puedes
denunciar el machismo de la justicia que no le da de entrada la razón a Juana
Rivas en su pugna por la custodia de sus hijos. Sin enterarte muy bien de los
pormenores del caso, culpas al patriarcado –el nuevo demonio de occidente- de
todos los males que aquejan a las mujeres.
Eximiéndolas de toda responsabilidad; sean ricas o pobres; esposa de
Trump o costurera de barrio de las que le meten al falso de los pantalones. Si
encuentras un rato, al mediodía, cuelgas en tu muro tres perros ahorcados en un
puente y los útiles (¡!) primitivos y oxidados que emplean algunas madres para
practicarles la ablación a sus hijas. Pausa para comer (porque no se puede a la
vez empuñar el muslo de pollo y teclear en el móvil, sin pringar la pantalla); pero
renunciado a la siesta, cuelgas la tragedia de los emigrantes rescatados de una
patera por la guardia civil. Si pones la foto de algún niño ahogado en brazos
de una madre desconsolada, mejor. Cualquier terremoto, cualquier tsunami, cualquier decapitación, a media tarde, después
de la telenovela, acabará en tu muro, dispuesto a acojonar a tus amigos, a
convencerlos de que su inacción es la culpable de todo. Los efectos de esta
queja permanente, de este sospechar de todos, menos de ti mismo, te sitúa entre
los buenos y te permite considerar malos a los que no practican esta lapidación
telemática. Ni se te ocurre pensar que tu insistencia, quizá, actúe como anestésico.
Aquí, en el bar, ahora, unos niños están viendo en directo a los muertos y
heridos de un atentado. Pasan de la tragedia. Bostezando, cambian de canal y lloran
al ver en otro maltratar a una marrana vietnamita. Insensibles para lo humano, hiperestésicos
con los animales. Te puedes pasar todo el día tirando adoquines virtuales
contra el sistema, sin que lo rocen. Regañar es una de las caras de la
impotencia. Como no podemos cambiar el mundo, le regañamos. Esas energías,
empleadas en repensarlo, serían más útiles. Creer que la denuncia machacona nos
convierte en ángeles, es de una estupidez aciaga.
Resumen: Las redes son el patíbulo telemático donde se
decapita a un Borbón o se recortan las puñetas de las togas de los jueces.
Gran verdad ...
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