Allí estábamos los dos, en el Barranco de Víznar, como el soldado del soneto de Rimbaud El durmiente del Valle, dormidos sobre la mullida cama de campo de hojas de pino. Cansados, risueños, felices, en una tregua de nuestros juegos amorosos. Cómo es posible que no conociésemos nada, en aquel verano de 1963, del calvario y la muerte por los que habían pasado, hacía años, las miles de personas que fueron asesinadas y enterradas en aquellos parajes, y que ahora nutrían los frondosos árboles que nos protegían (eso creíamos nosotros), de miradas indiscretas. Rimbaud le oculta al lector, hasta el último verso, la tragedia que esconde ese soldado que parece descansar plácidamente. Teníamos sólo 20 años, pero eso no es escusa. Todavía la Sección Femenina se mantenía agarrada a uno de los momios que ganó en la guerra: El Servicio Social. El ejército permitía que los jóvenes universitarios hicieran la mili en verano para que no perdiesen curso. Pilar Primo de Rivera y sus chicas encuadraron a las jóvenes españolas en una especie de servicio militar, de corta duración, al que llamaron Servicio Social, obligatorio sólo para las universitarias o para las jóvenes que querían obtener una plaza en la Administración del Estado. En el albergue de Víznar hacían el Servicio Social las universitarias granadinas; en su entrada se podía leer este lema teresiano: "En la casa de Teresa, o no hablar o hablar de Dios". El catolicismo y la Falange se llevaron de perlas después de la guerra, y disfrutaron ambos del botín de la Victoria. Pero ese día, en el Barranco, alguien nos acechaba y fue a contárselo a las gerifaltas. Mi amiga fue obligada a disculparse delante de todas sus compañeras. Nunca he experimentado el más leve sentimiento de culpa por haberla amado siempre que pude. Sí sufrí, viéndola humillada por aquellas estantiguas azulonas que tenían miedo del alba, miedo de ver, miedo de oír, miedo de tocar. Tenían miedo de amar apasionadamente, que cantara el poeta turco Nazim Hikmet. Paseo con frecuencia por la carretera que une Víznar y Alfacar. Sobre todo, después del confinamiento, abrumado, a veces, por una sensación de estupor y de tristeza, al recordar a los que fueron asesinados en ese sitio. Y, cuando paso por el Barranco, me estremezco, porque, ahora lo sé, aquella naturaleza maravillosa que nos abrazaba, como en el verso final del poema de Rimbaud, se alza indiferente sobre cuerpos inertes, rotos por las balas.