Purrusalda transcendental
El barracón de madera, cargado de
humanidad doliente, está lleno de palabras, de recuerdos y de otro dolor. Heimweh
se llama en alemán este dolor, es una bella palabra y quiere decir «dolor
de hogar». Este sufrimiento, así lo ha
contado Primo Leví en su libro Si esto es
un hombre, es uno más de los dolores que experimentaban los prisioneros en Auschwitz. Salvando las distancias, es el
un dolor parecido al que puede sentir un niño de 10 años, separado de sus
padres y confinado en un internado durante toda la adolescencia. Dolor de
hogar, dolor de madre. Como lo queramos llamar. Si alguien le pregunta a este
chico, ya de mayor, que por qué duerme siempre abrazado a una almohada, que por
qué sólo se duerme en el sofá, después de comer, si abraza un cojín, mientras
en la tele ponen un melodrama quizá conteste: “bueno, yo era el quinto de nueve
hermanos, privado de madre en la adolescencia, peregrinito del amor de las
mujeres, que no siempre encontré; pero un cojín, una almohada me consuela”.
Dolor de Estado por no vivir en una casa propia, este es el sufrimiento que
aqueja a muchos vascos, catalanes, valencianos y gallegos, confinados en un Estado que consideran ajeno: el
español. Ellos no supieron o no pudieron o no quisieron en su momento -cuando
fundar un estado/nación salía más barato que un quilo de tomates en pleno
verano- constituir el Estado vasco o el Estado catalán o el Estado gallego o el
Estado valenciano y viven abrazados a la almohada identitaria, al cojín milenarista que, como el oro para el avaro,
les da calor y esperanza. Abrigados por sus mitos, son auténticos misioneros y
propagandistas de la fe nacionalista. Una tortilla de Betanzos, una purrusalda de Navarra, una escalivada o un
arroz socarrat adquieren significados
transcendentes que van más allá de la humildad vegetal de sus ingredientes. Y
aunque estas logomaquias a quienes benefician realmente es a las burguesías
locales, también acaban seduciendo a los trabajadores y a sus organizaciones
que terminan asumiendo que Artur Mas es el Ho Chi Minh del delta del Ebro y
pasando por alto – en un tiempo en el que el Estado español resulta tan hosco
y deshilachado como ahora- que la
explotación a que están sometidos no difiere mucho de la de los trabajadores
granadinos. Tan poderosa droga, la del nacionalismo, que aplaca todos los
dolores, todas las corrupciones y todas las inevitables fallas de la condición
humana, se expende sin receta ni instrucciones de uso. Debe de ser infalible,
como lo es el doctor, esa eminencia, que curará a la enfermita del corazón del
melodrama televisivo de las tardes. De bueno que es este estupefaciente, a lo
mejor nos consuela a todos hasta del dolor de haber nacido, para morir, en este
raro planeta que nos alberga.
Cada uno lleva su parcela de tierra dentro, y puede ser de donde uno quiera. Como yo que soy de Bilbao, jaja.
ResponderEliminarY si, comer, comer, platos ricos como el que asoma a este post.
Pero siempre mejor preguntar si a alguien le gustan las patatas o los pimientos...es pura cortesía.
Saludos.
Muchas veces olvidamos lo verdaderamente importante en la vida....
ResponderEliminarFeliz Navidad !
Tu metafísica de las costumbres nacionalistas es un gran consuelo para el dolor por la gilipollez reinante.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Magnifico plato confeccionado con sabiduría artesana...
ResponderEliminarDonde estén una sabrosas patatas que se quiten los indigestos majares de las bodas de Camacho
Felices Fiestas.