El matrimonio Weber
Uno de los fines de lo que llamamos cultura es crear almas bellas. Porque si no tienes un alma noble te puede pasar como a Pedro, el viejo campesino putañero y borracho de Amanece que no es poco (1988), que no puedas responder a las preguntas que te hacen unos estudiantes de Eaton que se encuentran en tu pueblo, en viaje de estudios, embelleciendo sus almas. “Qué lástima”, se disculpa el anciano, “yo no puedo contestarles, soy un hombre muy primario, no pienso casi, cualquier cosa que les dijera sería una tontería…”. De vuelta en casa, al cruzarse con su sobrino Ngé Ndomo en el rellano de la escalera, da un respingo y exclama: “Coño, el negro”, despreciando las pautas del lenguaje políticamente correcto, y dejando al descubierto la incompetencia social de un alma poco cultivada.
Da gusto, por el contrario, ver a un alma bella moviéndose y actuando en la biografía del sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), escrita por su mujer, Marianne, después de su muerte. Allí se recoge una carta del joven Weber, en la que a sus 15 años se pregunta: ¿qué puedo hacer sino leer? Y se lee los 40 volúmenes de la edición de Cotta de Goethe. En 1910, tras unas conversaciones con el poeta Stefan George, la única persona que podía hacerle sombra en el panorama cultural de la Alemania de principios del XX, el sociólogo es capaz, según su biógrafa, "de apropiarse los frutos de la experiencia poética del mundo y de alimentar su alma con ella". Cuenta Marianne que en el festival de música de Bayreuth, los esposos fueron conducidos al éxtasis y sintieron, en la interpretación del Tristán, como una transfiguración suprema de lo terrenal. Un viaje por Italia, permitió a los Weber entregarse por completo a la profunda devoción de los cuadros con fondo de oro. Poesía, música, teatro, pintura, este era el menú de la excelencia. Nunca mancharían sus bocas con la expresión que le hemos oído al ignorante de Pedro.
Sabemos, lo ha contado Marianne, que en el viaje de estudios que hicieron los esposos, en 1904, por los Estados Unidos, conocieron de primera mano el problema negro. En absoluto, gritaron al ver a los negros en las plantaciones de algodón: “Coño, los negros”. Simplemente mostraron una cierta inquietud al hablar de la educación de los negros: “¡Qué tarea más titánica”, escribe Marianne Weber, ”se trata nada menos que de enseñar civilización a una raza que en su estado puro no parece encontrarse más que a las puertas del reino animal...es terrible encontrarse con los mediosimios que ves en las plantaciones y cabañas para negros de Cotton Belt...". Menos mal que los Weber eran almas bellas, si no hubieran soltado, superando a Pedro, el campesino ignorante de la película de José Luis Cuerda: “Coño, unos monos”. Para algo tiene que servir la cultura.
Pablo, amigo, estoy por pensar que Dios nuestro Señor debe estar pensando en que te condenes o en establecerte algún tipo de correctivo porque ese afán tuyo de dejar a la gente de bien, como por ejemplo el exquisito matrimonio Weber, con el culo al aire y enseñando el palomino restante no creas que es tan sencillo de eludir. Ellos eran almas bellas y me temo que tu alma anda un poco cargada de churretes. Pero bueno, mientras sí y mientras no, podemos reirnos un poco con lo que nos cuentas, sobre todo por no llorar. Salud.
ResponderEliminarDelicioso, Pablo, como de costumbre, el fruto mecanoscrito de ese afán tuyo de lector impecable que busca, rasca y con humor tan necesario en estos tiempos de, todavía, limpia, fija y da esplendor (y lo digo, más que nada, por aquello de que el lema académico de marras siempre me sonó pelín ultramontano, no sé por qué; será por aquello del porsaquillo en la entraña que me dan algunos académicos cada vez que abren su docta boca, que casi parece que el lenguaje es de ellos, que no se enteran que las lenguas son casas de nadie, etcétera). Pero, en fin, que la cosa era otra cosa, casi como la rosa, jajá. Sin más, y agradecido, póngame a los pies de su señora y reciba vuesa merced un respetuoso y sincero saludo cateto de este su seguro servidor, L.
ResponderEliminarAmigo Antonio, el que la cultura no nos haga mejores, sino más "refinaos", no quiere decir que no sea un juego muy entretenido y valioso en ciertas circunstancias.
ResponderEliminarQuerida Luisa, ya sabes lo que aprecio, creo que tú también lo haces cuando te depides con un saludo cateto, los conocimientos y destrezas sociales catetos que adquirí en mi pueblo de chavea. Aunque todavía no sepa muy bien para qué me han servido.Tampoco estoy seguro qué provecho he sacado de la lectura del Poema de Fernán González.