Rafael, Capilla Sixtina
ENTIENDO que te preocupes, lector sensible, y que te percibas como un monstruo, si sientes en algún momento a lo largo de estos entrañables días de fiesta deseos de atentar física o psíquicamente contra un niño pelmazo. Todo se confabula contra ti, porque desde el siglo XIX el hijo es para la Europa burguesa el porvenir de la familia, su imagen proyectada y soñada, su modo de lucha contra el tiempo y la muerte. Y en la primera década del siglo XXI, un niño es, en nuestras sociedades desarrolladas y envejecidas por un bajo índice de natalidad, un bien precioso y escaso al que hay que cuidar y mimar.Es natural, pues, que no te haya servido de nada, para calmar tu conciencia y aplacar el rechazo familiar que tu actitud escocida con los pequeños tiranos ha provocado, tu limpísima ejecutoria: las muchas navidades, los innumerables días de año viejo y de año nuevo y de Reyes que no has cedido a la llamada de la selva, manteniendo incólume el pabellón de la ternura y del amor por los niños frente a la rigidez y la rudeza en el trato con ellos, propias de otros tiempos y de otras circunstancias.Porque —tenlo claro—, si has sentido en alguna comida familiar de estas fiestas deseos de apretar (si bien con suavidad) el cuello de un niño impertinente, has atentado en tu interior —sin tú saberlo--contra un voraz consumidor de juguetes, turrones, pañales y colonias. Si has levantado tu mano pecadora contra uno de ellos, has socavado las mismas columnas, los basamentos, de la clave de bóveda de la producción: la familia, que cada vez se configura más como una unidad universal de consumo, y, en consecuencia, eres culpable de lesa economía.
Tampoco te va a reconocer nadie las veces que afeaste el exabrupto de los que añoraban a Herodes y su política de exterminio.
Ni siquiera podrás echarle la culpa de tu felonía a los malos ejemplos que has recibido del cinematógrafo rancio. ¿Quién te aceptará como autoridad la de Groucho Marx, que no accedió a comerse un niño crudo en una de sus películas porque ya había desayunado? Y de menos te servirá aun la cita del cómico W. C. Fields, un personaje gruñón, bebedor, deshonesto y antisocial que se atrevió en varios de sus filmes a proporcionar coscorrones y patadas en el culo a pequeños encantadores.
El inconsciente colectivo de principios del milenio parece que tiene una deuda antigua que saldar con la infancia y no se atreve ni siquiera a mirar de mala manera a un pequeño, por insoportable que éste haya llegado a ser. A las clases medias, en los albores de 2010, no les sirven ya, ni siquiera, las propuestas de las pedagogías libertarias que preconizaban que hay que educar a los hijos para ellos mismos, no para nosotros, admitir que sus «intereses» pueden no coincidir con los nuestros, con los del grupo familiar; no olvidar que tendrán que asumir ellos solos su destino, y por consiguiente fomentar el desarrollo de su iniciativa, incluso cultivar una cierta indeterminación que preserve su capacidad de libertad. Lo que se lleva ahora es no educar a los niños. El mejor padre no es el que no reprime a sus hijos, sino el que no permite que nadie los reprima ni que les haga ver las limitaciones, mínimas, necesarias que la vida en sociedad impone al común de las criaturas.
Pululan así por las casas, sobre todo en estas fiestas en las que los chiquillos no están confinados en las guarderías y colegios, pequeños «conducatores», caudillos enanos, «fhürer» diminutos, «duces» insignificantes que presienten la debilidad de sus mayores y se aprovechan de ella. Hablan en voz muy alta, en la instancia menos agresiva y siempre que comprueben que sus órdenes se ejecutan inmediatamente, pero pasan a los gritos y a las borderías en cuanto notan una cierta resistencia al cumplimiento ejecutivo de sus mandatos. Si se les impide comer la golosina final, la que les hará reventar, darán parte a la comunidad de vecinos con alaridos, como de muerte, para que los mayores entiendan que los asuntos privados pueden pasar a ser públicos y escandalosos en el preciso momento en que sus intereses coyunturales son contrariados.
Ya sé, amigo lector, que has intentado en esta fiestas razonar con los niños de tu familia. Tu historial de respeto a los derechos humanos, en general, y a los del niño, en particular, a lo largo de muchos años no permite pensar otra cosa; y que sólo te fuiste hacia el cuello de uno de ellos con las manos crispadas, en forma de tenaza, cuando, casi de rodillas, le explicaste (sin obtener más respuesta que un gruñido y un «no» terminante), que llevaba tres horas delante de la televisión y que la película que estaba viendo era algo desagradable, que luego soñaría con caras que se derriten y se quedan en los huesos por efecto de un lanzallamas y que te dejase ver el telediario porque tenías interés en no perderte las sentidas palabras del presidente Zapatero, tomadas al alimón de Raimón y del autor del Montañas Nevadas, sobre que la tierra no es de nadie, sino del viento.
Sí. No lo repitas más: no llegaste a ponerle las manos encima al chiquillo. De acuerdo. Desde luego, el susto se lo diste. Y todos los mayores se pusieron en tu contra. Desde ese momento han renunciado a las libertades democráticas y se han abandonado en manos de los tiranuelos.