miércoles, 21 de octubre de 2015

Diosecillos de paritorio: Rouco y Cañizares

Diario de Frida Kahlo
En el siglo XIX se escribían intimidades tan frenéticamente como lo hacen hoy millones de internautas en Facebook.  Sobre todo, las mujeres. Las mujeres han sido relegadas durante miles de años a la condición de lectoras de las cosas que escribían los hombres. Y han sido aplicadas y voraces y se han leído todo lo que ha caído en sus manos.  Pero también ellas han escrito, con fruición,  abundantes diarios íntimos  que no debía de leer nadie, secretos,  pero que acababa conociendo todo el mundo. Es uno de los recursos de las novelas: el secreto robado o conocido por casualidad que, al explotar, en un momento de la narración lo pone todo patas arriba.  En el Facebook  se cuelgan ahora las turbadoras verdades que antes se ocultaban –provisionalmente- en el secreto de los diarios. Se escribe mucho de bragas, de partos, de las 10 mejores maneras de satisfacer a tu pareja, del placer que experimenta una teniendo al recién nacido unos días sin lavar, y se cuelgan fotos sangrantes, como  un desafiante anuncio de lo que cuesta parir un hijo. Desconozco si mantener a la criatura emborrizada en sangre y deshechos un tiempo es beneficioso, pero sí debe ser placentero y, sin duda, reivindicativo: a los machos de la especie se les explica que ellos no tienen mucho que ver con este momento doloroso e inaugural. Que parir cuesta sudor y sangre y que la fábrica, por ahora, está en manos de la mujer que proclama a los cuatro puntos cardinales de la nube su excelencia: “Si yo he sido capaz de fabricar algo de tanto valor, imaginen lo que valgo yo misma”. Simone de Beauvoir hablaría seguramente de narcisismo femenino. Pero sí, la mujer que enseña en la red la foto de su cuerpo para el placer de la mirada de los hombres, también lo muestra ahora recién parido, maltrecho, para certificar dónde  reside el poder de dar la vida. No en viejos caducos del talante de Cañizares y Rouco que remedan a un dios que nunca vieron, personándose en los momentos en que surge, se glorifica y extingue la vida. Portavoces de un dios, sin voz, ridículos, nos dicen que ellos trabajan desde siempre por mantener y dignificar la vida, teniendo, como tienen,  los armarios de la historia llenos de cadáveres y de pavesas. Y remueven sus hisopos antes del parto, en el parto y después del parto, para hacerse con los derechos de autor de la vida, diosecillos de paritorio.  Movimientos feministas últimos se quejan de tanto exhibicionismo, de tanto cuerpo malbaratado, de lo fácil que la mujer se lo ha puesto al hombre. De cómo le ha entregado, de balde, lo que el varón más quiere, por lo que mata y por lo que crea obras de arte: el cuerpo de la mujer, que ha entendido que se liberaba imitando el comportamiento sexual del hombre, abrupto, insaciable  y perentorio. Y se ha olvidado de profundizar en la construcción de su propio deseo. Ha convertido al hombre en dueño de su secreto. Por nada. Lo de enseñar los  cuerpos emborronados de bebés y de madres quizá signifique: stop. 

jueves, 8 de octubre de 2015

Reloj, no marques las horas

Los mazos de los cuartos de hora
RECUERDO a mi padre, subido en una silla baja, dándole cuerda al carillón que regulaba la vida familiar desde sus inicios, en 1932. Ahora ese reloj está colgado en mi casa; es uno de los objetos que heredé de mis padres, junto con el armario de mi abuela, fabricado con la madera de un cerezo que cortó mi bisabuelo cuando se casó su hija. En él se han mirado, y admirado demoradamente, todas las hermosas y presumidas mujeres de mi familia: mi mujer, mi hija y mi nieta; y yo mismo, antes de salir a la calle, para ver si estoy bien peinado. 

El sonido del reloj sigue siendo el mismo de mi infancia. Ahora está dando la hora, mientras que en la radio una concejala de Vamos pide que se pongan límites espacio-temporales al ocio de los jóvenes. Y de pronto me viene a la memoria el pregón que di en las fiestas de Peligros en los noventa. En el balcón de Ayuntamiento proclamé, entre la algazara generalizada y la atención mínima del público, que había que reventar los relojes con un arcabuz. Hoy cuido con mimo el reloj de mi padre, le doy cuerda, lo equilibro, lo silencio a la hora de la siesta. Luego lo pongo en funcionamiento llevando el péndulo con cuidado hacia la izquierda y soltándolo, dulcemente, hasta oír el tic tac que me indica que funciona de nuevo. 

Pero en Peligros yo estaba muy molesto con los relojes y así se lo comuniqué al auditorio: "Porque debéis saber, amigos, que era Saturno el dios del tiempo al que adoraban los romanos, y, bajo su designio, los mortales medían el tiempo en grandes ciclos que se correspondían con los de la naturaleza... Cuando llegó la época en que muchos hombres tuvieron que trabajar para unos pocos, que los controlan y explotan, nacieron los relojes que cuentan las horas implacables de suplicio y se instalan visibles para todo el pueblo en las torres de la iglesias y en más alto de los edificios públicos". En ese momento de la perorata fue cuando, con el puño cerrado, mirando el reloj del Ayuntamiento pedí que lo reventaran. Desde entonces se han producido cambios notables. Los que han reventado los relojes son los explotadores, los patronos, para que los trabajadores esclavizados no reparen en que trabajan de 12 a 16 horas diarias. Y se ha agudizado algo que ya se apuntaba en los años noventa: que Andalucía se ha convertido en una tienda abierta las 24 horas del día en la que se vende lo único que producimos: diversión. Servicios. 

Los progres de entonces queríamos hacer desaparecer los relojes que regulaban el tiempo del trabajo, los progres de ahora, los de Vamos Granada, piden que los relojes vuelvan a discernir entre las horas de trabajo y las de ocio. Y yo me entretengo enderezando el mazo de los cuartos que se ha desplazado un poco y golpea torpemente la campana del carillón: mimando los relojes, intentando vanamente distraerlos para que los momentos felices se eternicen entre sus campanadas.

jueves, 1 de octubre de 2015

Del mito a la razón

A los ilustrados del Siglo XVIII, les gustaba pensar que la humanidad progresaba, que el ser humano cada vez sería mejor, guiado por el conocimiento que le ayudaría a alejarse de los mitos y regirse por la razón. Pero hay ciertos síntomas de que todavía estamos en una etapa de transición entre el mito y la razón. Por ejemplo: pese a que Obama, un negro, sea presidente de los EEUU, todavía hay gente que se refugia en el genoma para obtener beneficios en la vida sin hacer nada. Y se empeñan en que los blancos somos superiores  y que tenemos derecho a disfrutar, desde que nacemos, de ciertos bienes que se les niegan a los negros. Pese a que hoy sabemos que los blancos no somos nada más que negros africanos a los que se nos ha aclarado la piel después de vivir miles de años refugiados en Europa. Cuando el sociólogo alemán Weber se paseó a principios del siglo XX por el Sur de los EEUU, tuvo la impresión -y así consta en la biografía de Weber escrita por su esposa, Marianne- de que los negros que trabajaban en las plantaciones eran "medio simios" (sic) incapaces de aprovechar los beneficios de la instrucción. Obama -y un rumbero negro que pasa ahora mismo delante de mi casa tocando tres tambores que lleva colgados del cuello dentro de la procesión cívica de las fiestas del pueblo- son la prueba de lo desacertado de las reflexiones de Weber. Si naces catalán, se te amontonan las virtudes y los dones en la cuna (en el pensamiento de nacionalistas como Junqueras), como les sucedía a las princesitas de los cuentos de hadas, favorecidas por sus madrina. El debate identitario tan de moda entre los teólogos de la emancipación -y sus oponentes- me resulta menos interesante, para abonar la idea de que aún navegamos entre el mito y la razón, que una fineza que le oí el otro día a una señora en una tienda de ultramarinos de la Plaza de la Pescadería de Granada, que resiste, con sus enormes latas de atún en aceite de 3 kilos, como sacos terreros del pequeño comercio ante el embate arrollador de las grandes superficies. La señora justificaba el que no hubiera guardado las horas de ayuno previas a la extracción de sangre para una analítica, argumentando que a ella, desde chica, la acostumbraron a ayunar unas horas antes de comulgar para que el plato de patatas en bicicleta, engullido en la cena, no se mezclara con el Cuerpo de Cristo que había de recibir en la misa de por la mañana; pero que, ya de mayor, la Iglesia había suprimido esta tregua gastronómica. "Si ya se puede comulgar sin ayunar", me decía la mujer, "¿por qué no se va a poder acudir a la extracción de sangre hartica de magdalenas?". Esta mujer se encuentra a caballo entre los mitos antropofágicos cristianos y las ordenadas colas de la sala de extracciones de los ambulatorios. Es natural que esté confundida. ¡Los cambios se han producido de una forma tan rápida! El que Junqueras, buscando argumentos para la secesión, afirme que el genoma de los catalanes es más parecido al de los franceses que al de los españoles, no se debe a ninguna confusión milenaria, se trata simplemente de una estupidez interesada.