Paco Pomet, El techo del cielo.
Cuando las almas se sueltan, tocan el techo del cielo
(De autor desconocido)
Nadie negará a los griegos su contribución al nacimiento de la idea de “alma” ni a los libros el haber ayudado a su transmisión y cultivo. Su expansión se vio favorecida asimismo porque los maestros y profesores, que iban envejeciendo frente a alumnos siempre jóvenes, aprovecharan la idea del alma para persuadir a los adolescentes – ¡tan hermosos!- de que la parte del ser humano que menos sufre el ataque del tiempo y que puede seguir cultivándose y embelleciéndose más allá de la decrepitud y de la vejez, es la parte de uno que no se ve: el alma. E incluso, en el ámbito de la educación pederástica griega, algún mal pensado podría imaginar a los viejos filósofos (los erastas), en afectuoso diálogo con sus alumnos (los erómenos), como el que mantienen Sócrates y el joven Fedro (al que el filósofo llama “amor mío”), postulando la superioridad de la belleza del alma sobre la del cuerpo, amparados en la afirmación platónica de que “es más bello amar a las claras a los más nobles y mejores, aunque sean más feos que otros”.
A las mujeres, cuando se les concedió, también les vino bien tener alma: atrapadas en frecuentísimos embarazos, prematuramente envejecidas, invisibles para la mirada del macho irresponsable, cultivadoras compulsivas del lenguaje, recibieron con agrado un hallazgo, que les permitía seguir construyéndose hermosas y deseables, en su interior, gracias a la palabra. Y a los hombres feos, con derecho a alma, también les reportó ventajas. Cervantes pone en boca de Don Quijote el tópico platónico: “que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en el cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas: yo Sancho, bien veo que no soy hermoso; pero también conozco que no soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los dotes del alma que te he dicho”.
2400 años después encontramos la idea intacta en un relato inglés. George Eliot, seudónimo de la narradora Mary Ann Evans,la repite en su novela Middlemarch de 1872: "Es que es muy triste, Celia",le dice la protagonista Dorothea a su hermana, a propósito de la fealdad de un pretendiente, "que consideres a los seres humanos como si fueran meros animales acicalados y nunca veas en el rostro de un hombre que tiene el alma bella". Obligadas, muchas mujeres, a casarse con hombres feos, aceptaron como consuelo, que la belleza del alma es de más calidad que la del cuerpo. Y con los agravios de la edad, un feo no se distingue mucho de un guapo, y, seguramentem, es mucho más manejero. Hoy esto no se lleva. También es verdad que el comer tres veces al día y la penicilina han desterrado, de entre nosotros, a los feos, feos.