jueves, 28 de junio de 2012

Banderas de la patria


Pánfilo, mi jubilado de referencia, cultiva últimamente el aforismo. Alguno tiene ya escrito en su blog sobre los abrumadores brotes de banderas tras los triunfos deportivos. Le sorprende que la enseña nacional se venda en los quioscos de prensa, junto con las demás chucherías, que los chinos rebosen de banderas españolas o que los emigrantes sin papeles las ofrezcan en los semáforos. Por no hablar del fulgor rojo que colorea los mensajes de los patriotas en la red. Trascribo  el aforismo que figura desde ayer en su blog: “Granada está irisada de domésticas banderas españolas: humildes pararrayos de inclemencias o imanes de toda excelencia”. Luego, en la siguiente entrada, ha vuelto a su populismo de tomate  y alcachofa, convencido de que los viejos campesinos, por pertenecer al pueblo sano que no se ha beneficiado de burbuja alguna, atesoran, a modo de alcancías éticas, los auténticos valores nacionales. Y cuenta la historia de Manuel, uno de esos hombres, que pese a tener 82 años parece razonablemente feliz mientras cuida de sus hortalizas. Cuando maduran, las vende a los viajeros que suben a la Sierra por la carretera de El Purche. En un cartón ha escrito su reclamo: “Se vende tomates”, con el verbo en singular como antiguamente. Conserva el sentido común suficiente como para que la bandera que ondea en su choza, desde la victoria sobre Francia, no sea mayor que el tomate más orondo de su cosecha. No le pide a la patria demasiado, para que la patria no se ponga exigente con él. La patria le ha pagado un sonotone para su sordera y las becas que han permitido que sus dos hijas terminen sus carreras universitarias. Él hizo el servicio militar en su momento y le viene pagando, a la patria, sus impuestos. 900 metros más abajo, el alcalde de su pueblo también ha izado una enseña roja y amarilla con más varas de tela que metros cuadrados mide el término municipal, a modo de “para-desgracias” y “atrapa-glorias nacionales”. No consta en ningún sitio que el pueblo, o su alcalde, hayan prestado a la patria más servicios que Manuel. Si alguien tilda de pueblerino al alcalde, empeñado en tener la bandera más grande del Área Metropolitana, será difícil llevarle la contraria y también llevará razón el que diga que el anciano labrador parece más globalizado, más actualizado que el alcalde, en lo que se refiere a sus relaciones con la patria. Casi kennediano resulta Manuel. ¿No fue el presidente Kennedy el que recordó a sus compatriotas que no había que estar todo el día pidiéndole cosas al país de uno, que también pensaran en darle algo de vez en cuando?

jueves, 21 de junio de 2012

La mística del desafuero

EN plena Edad Media, a Siagrio, un personaje de Gonzalo de Berceo, se le ocurre decir: "Todos somos iguales en la humanidad". Remito al lector desocupado al Milagro de la Casulla de San Ildefonso, escrito en el siglo XIII, si quiere conocer el final del que dice semejante disparate en un contexto social tan poco "igualitario". Incluso hoy, 200 años después de la Revolución Francesa y de La Declaración de los Derechos del Hombre, debe de haber sido peligroso recordarle a Dívar, cuando su autoridad era indiscutible, las palabras que sumen en la desgracia a Siagrio, arzobispo electo de Toledo en el Milagro de Berceo. 

Porque el presidente del Supremo y del CGPJ con su conducta proclama todo lo contrario: que la igualdad no existe en la humanidad. Dívar es el último pecio que emerge de las aguas sucias de la Democracia Española. Existe en la sociedad la tendencia a imaginar que los altos funcionarios son un compendio de ética y de estética, que son buenos y decorosos. Y también la esperanza de que se contenten con sus sueldos, con el respeto reverencial del ciudadano, que sabe el enorme poder que los jueces tienen sobre sus vidas, y con las regalías de que disfrutan las autoridades del Estado: dietas, protección, desplazamientos en vehículos de calidad... 

Pero no, creen que, por ser ellos quienes son, se les debe una cuota de desigualdad aún mayor. No entienden, y esta gente tiene estudios, que los privilegios de que gozan intentan dignificar la función y no al funcionario. Son tan avasalladores como los que hablan a voces con el móvil en los bares, sin importarle el espacio y tiempo que roban a los otros parroquianos. O como la chica que tienes al lado en el autobús, que se ha embadurnado de un perfume caro cuyos efectos de seducción invaden el vehículo público, expulsando hasta los más humildes olores corporales o los efluvios imperceptibles de nenuco de algunos viajeros. Pero el daño que el vocinglero y la chica asfixiante pueden causar es limitado. Mientras que pueden resultar irreparables los males que ocasione un funcionario que, en la cima de su poder, piense (como San Juan de la Cruz en la cima de su viaje místico de ascenso al Monte Carmelo) que: "Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley; Él para sí se es ley". 

El sentir ofuscado del Santo no contempla la separación de poderes, algo comprensible cuando estás a punto de fundirte con Cristo. Peligroso, si el que piensa que está por encima de parlamentos, de gobiernos y del común de la gente es el máximo representante de uno de los tres poderes del Estado.

viernes, 15 de junio de 2012

Los hombres sí que lloran

ESTE bloguero es muy sensible y no se avergüenza si llora cuando está en la playa y ve pasar un cuerpo adolescente desnudo, húmedo todavía, que ridiculiza sin esfuerzo el peso de la gravedad y desafía las leyes universales que imponen la decadencia y la muerte a todo lo vivo. Y lo mira y, en lugar de sentir, sólo, deseo, admiración o culto por lo perfecto, imagina ese cuerpo como blanco de la aguja de la jeringa o como campo de operaciones quirúrgicas. 
También llora ante el cogote recién afeitado de un anciano donde las arrugas llaman a concilio. Y le afecta la verruga que afea el pecho de la mujer madura. Se conmueve, igualmente, ante la desolación de la joven china esclavizada en un Todo a 100, sin saber nada de español, a la que han robado su portátil, y que se esfuerza inútilmente en describir el aspecto del ladrón a la policía. 
Como el Cid desterrado, que lloró fuertemente por sus ojos al ver el lamentable estado en que quedaba su mansión, el bloguero llora también cuando vuelve a ver, en una instantánea del fotógrafo Juan Palma, a Martínez, arzobispo de Granada, llegando a su casa, sin palafrenero ni aguacil que se adelanten a facilitarle la entrada -que el subsidio que le paga el Estado no le llega para lujos- interrogando a un chico y a una chica, con perro pero sin flauta, que con enorme naturalidad, sin levantarse del tranco de la puerta del Palacio, miran al más alto funcionario de Dios y del César, en la Plaza de las Pasiegas, sin miedo o esperanza. 
Aunque acabe de derramarse en llanto al ver en Canal Sur a una pareja de ancianos campesinos, ajenos a al ridículo, tirándose torpemente los tejos para rellenar la programación, a este hombre sensible aún le queda entereza para llorar con el que recibe un no, con el amante rechazado que no logra obtener, ni siquiera, una disculpa aceptable que le ayude a sobrellevar el desamor, con el que muere sin haber tenido un sólo día de luz o de caricias. Llora por los demás y llora, seguramente, por él. De tierno que es, apaga la televisión ante la cara de pavor de un ministro obligado por una "reportera audaz" a hablar en broma, a utilizar la ironía. Porque estos funcionarios estatales saben muy bien ocultarse detrás del lenguaje solemne y podrido de las mentiras, pero aparecen desnudos cuando se ven obligados a utilizar la ironía, en la que han terminado por refugiarse hoy las pequeñas y temibles certezas. Y, mientras apaga la tele, lagrimea, porque los hombres formales, y el Bloguero de Arrabal cree serlo, lloran cuando alguien se pone en evidencia, sea Agamenón o su porquero.

jueves, 14 de junio de 2012

El currículo de la abuela

ME dice Pánfilo que ayer se aburrió extraordinariamente con un profesor de Letras. Asegura este jubilado petulante que ciertos profesores de humanidades no se han hecho a la nueva situación. Y siguen diciendo la misa en latín y de espaldas al público. Si te acercas a uno de ellos, te hablará de su currículo, de los puestos que perdió por no ser del partido, de sus viajes a universidades extranjeras, donde sí se reconoce su tarea investigadora. Cuesta apearlo de su estatus imaginario y que hable de lo buenas que están las patatas tempranas o lo bien que saben los tomates de huevo de toro. Son aburridos. 

Quizá en la Universidad de Canberra, no se haya oído hablar del farmacéutico de mi pueblo, admite Pánfilo. Pero entre la gente del lugar tiene un gran predicamento. Ayer fue testigo de cómo dos mujeres, no jóvenes, le llamaban guapo. Una que se apresuró a confesar su condición de religiosa y una limpiadora que se definió como "fregona de las de culo remangado". La monja, que poco antes había incurrido en el desliz, censurable en las de sus votos, de piropear a un mancebo de farmacia, ha encontrado natural "taparle el culo" a la limpiadora, haciéndole ver que la frase políticamente correcta es "fregona de falda levantada". Pánfilo tomó nota de que todavía una monja se considera más importante que una limpiadora. Y que ser observador es mejor que ser observado. Al salir de la farmacia ha ido a por la prensa, en el quiosco había una mujer de poca estatura, hablando por los codos. El marido la esperaba afuera en el coche. Pánfilo, nada más verla, se ha sentido superior. Pero cuando la mujer ha utilizado la palabra "dependiente" para referirse a su esposo, ha empezado a respetarla. Luego, la ha ascendido hasta su propio nivel de excelencia, cuando le ha oído decir que también es un "posesivo", y finalmente la ha elevado al friso de la admiración, cuando la mujer, con aspecto de campesina jubilada, trabajada y limpia, ha proclamado que su hombre es, sobre todo, un "obsesivo". 

La gente no lee, la gente no tiene un currículo lleno de artículos y libros "imprescindibles", la gente no preside tribunales de oposiciones, pero, mire usted por dónde, la gente se va haciendo con un vocabulario selecto, se lo deba a las telenovelas mejicanas o a un nieto que estudia primero de ESO y que, enfadado con su abuelo porque le impide acercarse a la abuela, ha utilizado las palabras "dependiente", "posesivo" y "obsesivo" para referirse al anciano. El maestro de lenguaje se las había dictado esa mañana para que las copiaran en su cuadernillo de vocabulario.

jueves, 7 de junio de 2012

Piropos en comisaría


UNO no puede quitarse de encima fácilmente el peso de una mala educación o de una mala configuración del software o, incluso, de un diseño erróneo de la placa base. Normalmente, me controlo. He trabajado muchos años con chicas y chicos adolescentes, hermosísimos y elásticos, y estoy seguro de que ninguno de ellos tiene pruebas de que haya mirado su cuerpo con interés. Digo que no tiene pruebas, es decir, que aprendí a mirarlos sin que se dieran cuenta. O al menos eso creía yo. 

A las mujeres, también he aprendido a mirarlas sin que lo noten, demasiado. Sólo tengo problemas en la cola de los cajeros, porque no sé a dónde mirar, si miras al frente, malo, se puede pensar que te estás quedando con su pin, y esto es grave penalmente, y si, recatadamente, bajas la vista, se puede pensar que inspeccionas su cuerpo, y aquí se te pueden aplicar los anatemas de género. Pero no me gusta que una mujer me coja mirándola y, menos, piropearla. Ahora me cuesta menos trabajo, la entropía desactiva, no el deseo, sino sus sobreactuaciones. El caso es que el piropo, o cualquier otra manifestación del deseo, te hacen aparecer como dependiente o encadenado. Yo sé que lo soy, que hay un resorte en los hombres (el de las mujeres lo desconozco), que se activa automáticamente cuando aparece una mujer, y que te convierte en un ser desnortado, o al contrario, en un ser cuyo imán siempre se orienta hacia el mismo punto. No hay nada más que observar la cara que se les pone a los hombres en las películas cuando ven a una mujer desnuda. El asombro que refleja sus rostros no es muy diferente del que mostrarían de haber sido invitados a presenciar el Big Bang desde el palco de autoridades. 

Las mujeres, incluso en el patriarcado, han aprendido a vivir con este poder y a usarlo cuando han podido. Repasando mi currículo, nadie podría pensar que iba a terminar piropeando a una policía nacional. La chica me estaba ayudando en una comisaría a renovar el certificado digital de mi DNI, le di las gracias cuando terminó y le dije que tenía una queja que hacer. Me rogó muy amablemente que se la planteara. Le dije que en la foto en blanco y negro del DNI salíamos cadavéricos. Ella defendió con pasión la fotografía en blanco y negro o en sepia. Y ahí fue donde eché a perder una trayectoria impecable de respeto a la mujer y a mí mismo: "Usted", le contesté espontáneamente, "con lo joven y lo guapa que es, se puede permitir todos los efectos del photoshop que quiera, pero los que vamos teniendo una edad, no". No me puso las esposas. Creo recordar que me sonrió con agrado.