Las tuleras de Murchas (Granada)
Entre 1961 y 1966 dispuse de una habitación en casa de mi abuela. Paredaño con mi habitación de estudiante había un taller en el que de 6 a 8 chicas pasaban gran parte del día con la vista clavada en un enorme bastidor rectangular, bordando preciosos velos tul ilusión para novias. Escribí entonces esta cursilería que me pareció genial: “Ellas labrando velos, yo labrándome un porvenir”. Desde mi mesa de trabajo no se oía nada de lo que hablaban en el cuartito de al lado, pero me hubiera gustado oírlo. Porque, como le he leído a Reyes Monforte en alguna de sus melodramas ginecológicos, “soñaba con unir mi destino al de una de aquellas chicas bordadoras para construirnos un futuro en el que realizar nuestros sueños más anhelados”. Pero el muro que separaba mi habitación del taller estaba bastante bien construido y pese a que le apliqué más de una vez mi oreja no me llegaba nada de la otra parte. Pensé, incluso, en adelgazar la pared. Ir apartando los ladrillos y el mortero poco a poco con un martillo y un cincel hasta que pudiera percibir las conversaciones. ¿A quién le viene mal, antes de iniciar el combate de amor, saber si la enemiga está, si no vencida, al menos, dañada? De haber existido el facebbok, jamás se me hubiera ocurrido perforar el muro, me hubiera bastado con leer lo que escribirían en él las amigas de la chica que me gustaba o ella misma. Horadar un muro con un alfiler, lo había visto hacer en las películas, pero es mucho más fácil burlar a un carcelero, sobre todo si está en el guión del film, que a mi abuela, en cuyo "story board" no estaba escrito que su nieto “colgara el garabato” (sic) en cualquier gancho. Me hubiera gustado disponer de un voyeur como el profeta Eliseo (2ª de Reyes, 6. 8-12), que se introducía prodigiosamente en la alcoba del rey de Siria (miles de años antes de que se le ocurriera algo parecido al de Wikileaks) y se enteraba de todo lo que allí se hablaba para soplárselo luego al rey de Israel. De no haber sido por la madre Naturaleza, jamás me hubiera enterado de que aquella niña no quería saber nada de mí. Un fortísimo terremoto rasgó una noche el muro del secreto, abriendo una grieta en su sólida estructura que me permitió oír las conversaciones de las bordadoras durante semanas, hasta que mi abuela encontró unos albañiles que repararon el muro. Aprendí mucho de las mujeres jóvenes gracias a aquella raja providencial. Si me sigues leyendo, lector cómplice, te haré partícipe más adelante de algunos secretos.