El viejo la mira, mira...
Cuando un hombre habla de prostitución, mejor que firme antes un pliego de descargo en el que jure por Venus, que jamás recaló en una mancebía. Y si el atrevido aporta algún documento escrito por una feminista de prestigio, mejor. Sorprende lo que sobre estas cosas dice la feminista Nancy Huston que piensa que “los hombres son más civilizados que las mujeres, porque deben aceptar que la sociedad limite, contenga y redireccione su pulsión sexual (omnívora)”. Hacia los prostíbulos se viene redireccionando desde antiguo parte de esa pulsión ciega. De la santa institución prostibularia ha usado Silvio Berlusconi que puede terminar en la cárcel por haber invitado a menores de edad a sus fiestas. Las prostitutas, por jóvenes que sean, saben mucho de la vida -mujeres de la vida se las llama-, y de anatomía. Con el paso de los años, los cuerpos también les dejan noticia de las almas de los que las contratan impulsados por un deseo primordial, sin códigos ni excusas, esterilizado de los pegajosos miasmas del melodrama gracias al pago del “servicio”. Noticias exactas, sin mentiras ni ensoñaciones. Son unas traidoras de género: con las prostitutas, una vez que se les ha pagado, ni se genera "deuda histórica" sexual ni sentimiento de culpa, tan útil en las relaciones “permanentes y serias”, para retener al macho y que no eche a correr y se despreocupe de lo que deja en casa y para que no abuse de su fuerza. Los hombres muy ocupados y triunfadores, futbolistas, políticos, suelen usarlas para obtener sexo, prestigio y perdón. En Italia, las hazañas sexuales de Berlusconi, un hombre mayor que se atreve a aparecer desnudo ante cuerpos gloriosos y miradas sabias e inquisidoras, generan más admiración que rechazo: ¡una fila de ninfas entrando en la cueva del monstruo, secuencialmente, y saliendo de ella con su paga cobrada y su trabajo, milagrosamente, cumplido! Pero estas "performances" también pueden generar piedad y perdón en los que sólo han disfrutado de un buen amor, con anillo, promesas, vientos helados y sopa caliente por la noche en la cena familiar. “¿Para qué sirve el poder?”, se consolarán los sacrificados monógamos, “si ni siquiera puedes mirar a Roma desde el Monte Gianicolo, al atardecer, junto a una chica que tienes cogida de la mano, y a la que no vas a pagar, de momento, nada por oírte. ¡Pobre Berlusconi, aplastado por el peso de la púrpura, salvado por las virtudes telescópicas de la viagra!