domingo, 29 de julio de 2018

Juana -Rivas- de Arco

Juana Rivas, como la de Arco, ha ardido en la hoguera que le prepararon sus congéneres, ignorantes y aprovechados.
Convierten a las personas en objetos consumibles en sus pretendidas luchas progresistas. Cuando las buenas causas las cogen en sus manos desalmados, las ensucian y las desvirtúan. Las leyes son malas, los fiscales, incompetentes y machistas, los jueces parciales; de acuerdo: echémosles una Juana Rivas, para que la destrocen y así justificar nuestros empleos y nuestros sueldos, como consejeros, asesores, observadores, apesebrados y meapilas de las franquicias guais. ¡Juana indultada, una vez condenada! Y los que la usaron como un kleenex, condenados a prisión permanente no revisable. Y los legisladores a legislar, no a encabezar manifestaciones: que las manchan con su sucia aureola de incompetencia.

jueves, 19 de julio de 2018

Pliegue en una alfombra rusa

Academia de las Ciencias de la URRS

Uno de los métodos más severos de descontextualizar una obra de arte es meterla en un museo. Aunque no el más radical. Mao animaba a los jóvenes chinos a acabar con todas las obras de arte anteriores a la revolución, porque cualquier documento cultural era también un documento de barbarie, amasado con la sangre y el sudor  de los trabajadores. Pese a que Lenin se había opuesto a la destrucción del patrimonio cultural de la burguesía. Los talibanes destruyeron los budas gigantes de Bamiyan, el IS arrasó Palmira, en Siria.  En Europa,  los aviones norteamericanos arrojaban sus bombas desde 10.000 m sin tino ni precisión alguno para no ser alcanzados por las defensas antiaéreas alemanas. Destruyendo vidas, ciudades y todo vestigio cultural. El museo no extermina, conserva y muestra, pero desarraiga. Y, en inevitable alianza con el tiempo,  aleja las obras de arte del lugar en que fueron creadas. La museología, pese a todo, se esfuerza en acercar a los visitantes de esos mausoleos de la belleza los prodigios del pasado. Junto a cada uno de ellos, un cartel de metacrilato detalla autor, época y materiales que se utilizaron para producirlos. Audio guías, catálogos y vídeos intentan contextualizar los productos culturales que los siglos, las academias y el canon fueron subiendo al altar de la excelencia. Las visitas guiadas completan el proceso de acercamiento de la obra al espectador. Pero siempre hay algo que se escapa a catálogos y guías. En el Museo Ruso de Málaga, un visitante, ante un cuadro enorme de Vasili Yefánov, sorprende a la guía con una pregunta sobre una arruga de la alfombra que cubre el suelo del salón donde se celebra, en 1951,  una sesión de la Academia de las Ciencias de la URSS.  El Realismo Socialista  -al que está dedicada la exposición- dejaba poco sitio a la imaginación de los artistas rusos, vigilados y purgados, si no respetaban las directrices de los comisarios de Stalin. El pliegue, enfrentado a la compostura y envaramiento de los sabios académicos, rompe la solemnidad de la escena. La huella de un tropezón.  Quizá, lo más hermoso del cuadro. La firma irónica de un Yefánov que ha encontrado la forma de reírse del sátrapa. Volveré al Museo sólo para cerciorarme de si la hermosa guía rusa ha resuelto ya el enigma de esa arruga.  Y por volverla a ver.

lunes, 9 de julio de 2018

El que se fue a Bruselas perdió la Señera.

Pipa de porcelana
En La habitación cerrada, un cuento terrorífico de H. P. Lovecraft y August Derleth, el protagonista, Abner Whateley, acaba de heredar la casa de su abuelo por la que correteó asustado de niño. Nada más llegar a la mansión, ahora en ruinas, lo primero que hace es plantarse delante de la puerta de una habitación que nunca le dejaron visitar. "Ningún sonido de respiración", leemos, "ningún quejido le saludaba ahora, nada en absoluto mientras permanecía enfrente de ella, recordando, aún fascinado por la prohibición de su abuelo". Ciertas habitaciones de los cuentos de miedo son, como las pipas, los melones, las sandías o los huevos: estructuras cerradas que nos atraen porque parece como si en su interior se escondieran algún secreto o algún gozo. Herméticas y, en consecuencia, irresistibles, nos invitan a abrirlas o a profanarlas. Además de misteriosas, las clónicas pipas son para el artista Ai Weiwei (Pekín, 1957) una de las metáforas que explican nuestro tiempo: una época caracterizada por la copia frenética. Por la caída del canon, de los derechos de autor y de las academias, fumigadas por el "cortar y pegar". En 2010, Ai Weiwei cubrió el hall de la Tate Modern londinense, con 100 millones de pipas de porcelana, a modo de alfombra de 10 centímetros de espesor y 1.000 metros de superficie. Cuando algún escolar irrespetuoso e ignorante,  desobedeciendo las indicaciones de sus profesores, intentó hincarle el diente a una de estas pipas expuestas en la Tate, en busca del misterio que oculta en su interior, estropeó su gráfico de dentición. Imagino al ex presidente Puigdemont, proclamada la República Catalana, intentando volver a su despacho del Palau de la Generalitat; esa habitación cerrada por Torra, hasta su vuelta; donde Excálibur, pipa y espada de este nuevo Arturo, espera al prócer que ha de morderla y blandirla. Él cree que nadie ha profanado el recinto, en su ausencia y, decido a retomar el mando, se detiene ante la puerta; no puede resistir el deseo irrefrenable de penetrar en el recinto y hacerse con el cetro. Se para, aplica la oreja a la puerta, pide una llave a un conserje, rompe la cascara del huevo del poder, abre y se da de bruces con Torra, entronizado en el sillón presidencial, inamovible, "empoderado" para siempre. Sale desolado, cierra la puerta, y se pierde definitivamente donde habita el olvido.