jueves, 28 de febrero de 2013

Sonetos fiscales

TEÓFILA Martínez, citada en los papeles de Bárcenas, ha llorado en un pleno del Ayuntamiento de Cádiz y ha exhibido su declaración de la renta. Cada vez va a ser más necesario que los relatos fiscales, teñidos ahora de emotivos tonos melodramáticos, sean analizados no sólo por los inspectores de Hacienda sino también por los narratólogos. Asimismo, podrían ser publicados por entregas y venderse en los quioscos de prensa junto a los huevos kinder . No hay que despreciar el folletín. Las grandes novelas del XIX utilizaron los "dos golpes" para su difusión. Galdós y Balzac publicaban sus obras primero como libro, a un precio inasequible para el público en general, y, después, en los periódicos como folletines o por entregas semanales a domicilio. Literatura a plazos. Tan noble es este sistema que hasta el mismo Carlos Marx consintió que la edición francesa de El Capital se publicara por entregas porque "en esta forma", decía, "la obra será más asequible a la clase obrera". Aunque quizá sea la métrica y no la narratología la que deba profundizar en la retórica de las invenciones fiscales. Los sonetos también están llenos de fantasía y subterfugios. Como en la declaración del IRPF, en ellos ha de someterse el jugoso y exuberante caudal de la vida a la estrecha ergástula de la rima, de los acentos, de las sílabas contadas. Hacer un buen soneto es tan difícil como rellenar el modelo 110 de la Agencia Tributaria, sin daño para el declarante. ¿Cómo recluir en catorce versos, y con todas las limitaciones que hemos señalado más arriba, sentimientos tan excesivos como los que despiertan el amor o la muerte? Pues los grandes sonetistas, desde Petrarca a nuestro Carvajal, lo han conseguido. Como un mojón memorable del triunfo del arte sobre la naturaleza, se alza el soneto de Lope Desmayarse, atreverse, estar furioso. ¿Vamos a pensar que no existen en España asesores de tanto valor y pericia como sonetistas tuvimos y tenemos? Igual que éstos obligan al tumulto de los sentimientos a aceptar el yugo del arte, los asesores están dando muestras de poder encerrar la imaginativa contabilidad de nuestros políticos en esa camisa de fuerza que es el Programa Padre. Todo el mundo puede defraudar en la realidad, pero no tiene por qué hacerlo en el cuento que le coloca a Hacienda. Como nos decía Lope en su soneto: "Quien lo probó, lo sabe".

jueves, 21 de febrero de 2013

Nada que decir


Después del Holocausto, una enorme desconfianza  hacia la cultura y el lenguaje en general agarrotó las plumas de todos los que habían sostenido que la cultura nos hace libres: ser culto para ser libre. Los más decepcionados del poder civilizador de las palabras fueron los que más habían confiado en ellas y en la escritura, como vehículo de transmisión de la cultura de generación en generación. Tras Auschwitz, la gente del Libro, y sobre todo, muchos pensadores judíos que llevaban siglos apuntados a interpretar los libros sagrados de cada época y que vivían de ellos,  se volvieron tremendamente pesimistas sobre la capacidad del lenguaje para detener la violencia  y para contribuir a la desaparición de las desigualdades sociales y de la explotación. A partir de ese momento, el lenguaje, y no sólo el poético, entró en coma. Para explicar lo sucedido, George Steiner, pensador nacido en el seno de una familia judía de origen vienés, en su libro Gramática de la creación (2005), se sirvió de este ejemplo: “Muriéndose de sed, un prisionero en un campo de exterminio miraba cómo su torturador derramaba lentamente en el suelo un vaso de agua fresca. «¿Por qué haces eso?». El verdugo replicó: «Aquí no existen los porqués». Respuesta que, con una concisión y lu­cidez diabólicas, expresa el divorcio entre la humanidad y el lenguaje, entre la razón y la sintaxis, entre el diálogo y la es­peranza. Hablar y escribir llegó a ser una expresión del absurdo y del desastre. No quedó, stric­to sensu, nada que decir”. 
80 años después del horror de los campos de concentración, el lenguaje pasa por unas apreturas semejantes. En Auschwitz, se clausuraron los “porqués”. En la España del 2013, se ha clausurado la delicada y necesaria relación entre las causas y sus efectos. La política se ha convertido en el arte de descoyuntar la lógica tradicional que señalaba que si haces esta cosa  sucede esta otra. Y que el que  ha activado, consciente e intencionadamente, esta causa puede terminar siendo responsable de alguna de las consecuencias que se le sigan. En Auschwitz los “porqués” valían una mierda, por defecto, en España, ahora, los “porqués” (es decir la pregunta por las causas de las cosas) también valen una mierda, por exceso, porque puedes preguntar lo que quieras, a sabiendas de que la respuesta no tendrá nada que ver con tu pregunta.  No queda, pues nada que decir. No sé, ni siquiera, por qué he escrito esta columna.

miércoles, 13 de febrero de 2013

La Comunión de los Mato



En 1951, año en que hice la Comunión, según consta en la base de datos familiar, se podía viajar, al menos en las Escuelas del Ave María granadinas, sin necesidad de recibir dinero de ninguna trama corrupta. En la estampa conmemorativa que figura en mis archivos, junto al nombre de la parroquia –Nuestra Señora de Monserrat-,  la fecha, mi nombre y una imagen  de Jesús vestido de tiros largos acariciando a unos niños, con gesto muy cariñoso, tampoco aparece indicación alguna de que después del acto hubiera suelta de globos ni cañonazos de confeti. En mi escuela dirigida por Pedro Manjón, sobrino de don Andrés, podías muy bien ir de la Bola de Oro a Barcelona a pie, sin coger el Ave, atravesando el enorme mapa de España de obra que había en el patio, con sus ríos sus montañas y esas cosas que tienen los mapas físicos, nada de divisiones provinciales o por países o por autonomías o por cantones o por pueblos. Cenes no estaba ni tampoco La Lancha. Y menos el Área Metropolitana. Ni rotondas ni avenidas con montones de hierro de esos a los que se ha llamado después 'estatuas',pero que no son nada más que la vieja chatarra de los años del hambre apilada a las afueras de los pueblos para que no estorbe. A los niños, en los cincuenta, no se les prestaba una atención demasiado personalizada, se hacía lo posible para que la mayor parte de la camada –numerosa, por lo general- sobreviviera sana y suficientemente nutrida. Cuando había que hacer las faenas del hogar, directamente se les echaba a la calle, al cuidado del hermano mayor que los llevaba de acá para allá, de cerro en cerro, volando cometas o recitando a Shakespeare en el habla local. Pero dentro del magma familiar, donde el trato a los hijos era igualitario, el día de la Primera Comunión era el primer día–sin contar el del nacimiento- en el que se te permitía 'ser tú mismo', singularizarte algo. No me consta que el traje de marinero que me hizo una modista, en el Níspero, una finca que había en la Carretera de la Sierra, ni el suizo que me compró mi madre el día de la Comunión en una panadería que había junto al Puente Verde, perteneciente a la familia Velasco, ni la onza de chocolate que se trajo de casa envuelta en papel de estraza, para que me la comiera con el bollo, fueran pagados con dinero negro. Sépanlo los Mato. No vayamos a que ahora se nos quiera hacer comulgar con ruedas de molino. 

jueves, 7 de febrero de 2013

A la sombra de Grey

LAS cincuenta sombras de Grey, "la trilogía erótica de la que habla todo el mundo" -según reza la publicidad de la editorial-, les ha salvado las ventas de Reyes a las librerías. Grey no es una novela, en el sentido canónico, es otra cosa. Un producto muy interesante para comprender alguno de los cambios que ha experimentado el comportamiento de las mujeres en los países "avanzados". Aunque, el proceder de Anastasia, la protagonista, no esté muy lejos del de Madame Bovary de la novela de Flaubert o de Emma, de Mi único hijo de Clarín que se entregan a un hombre, como Anastasia, arrastradas por una "gran pasión" que justifica que las dos heroínas no cumplan con "sus deberes familiares". Las cincuenta sombras de Grey no es una novela, en el sentido en que lo es, por ejemplo, la compleja Middlemarch, de la escritora inglesa del siglo XIX G. Eliot, es, simplemente, un best seller, es decir, un guiso apresurado y de encargo, para lectoras proclives, que contiene y resume los tópicos de mayor circulación sobre las mujeres y su relación con las otras mujeres, con los hombres y con el mundo de hoy. Acoge la obra diversos estigmas de la actualidad: pornografía, email, smartphones, gastronomía, enología y otras yerbas. Y sobre todo, contiene esta propuesta que ha sido muy bien acogida por las lectoras: "empecemos a comportarnos sexualmente como corresponde a una época en la que cada coito no supone un embarazo. Follemos (sic) hasta la extenuación o hasta el escozor". Desde luego, la feminista Simone de Beauvoir sufriría mucho viendo cómo una mujer se deja pegar por un bárbaro y cómo acepta ser campo de experimentación de ciertos instrumentos de la ferretería sexual, aunque ella misma aceptó vivir con un hombre que no la trataba muy bien, sólo para sentirse la madre del genio, del espíritu del filósofo, pasando por alto lo oscuro y lo umbrío de Sartre. Anastasia, abducida por un amor loco, hace algo parecido: intenta llevar a la "bestia-Grey" (un maltratador enfermo y desquiciado) de las sombras a la luz, sacarlo del marasmo de perversión, traumas y complejos que lo atenazan y dejarlo, ya resplandeciente, en la cálida playa de la paternidad responsable y de la pacífica convivencia dentro del matrimonio, esa unidad, multifunción, de consumo en lo universal. Y si para eso hay que hartarse de follar, pues se folla. Ahora se puede.

viernes, 1 de febrero de 2013

En terapia

EN la serie argentina de televisión En terapia, Jorge, el padre de Gastón, un policía de elite que se ha suicidado, le dice a Guillermo, el psicoanalista de su hijo: "Todo comienza en la casa según ustedes, los psicólogos: papá te quería llevar a jugar a la pelota y vos no queríais, vos queríais jugar a las muñecas, mamá te tocaba el pito cuando te bañaba de chiquitito… siempre son los padres en casa los culpables de todo". El hombre abrumado por la culpa trata de traspasársela al terapeuta. Yo no les echo la culpa a mis padres del amor exagerado que tengo a la libertad de expresión, pero sí al internado en el que estuve confinado desde los 10 a los 14 años. Aparte de los altos muros y del insoportable encierro durante 325 días del año -sólo iba a casa 40 días, en verano- el régimen de vigilancia y pesquisa inquisitorial al que estábamos sometidos era intenso. Seguramente que mi psicólogo, de haberlo tenido, hubiera considerado traumatizante el que los superiores leyeran las inocentes cartas que los alumnos mandábamos a casa solicitando amor, ropa y comida. Conservo una de esas cartas que me permiten no idealizar los años que pasé interno. En ella le pido a mi madre que me mande un sinfín de cosas, entre ellas unos pantalones vaqueros -ni tejanos, ni jeans, vaqueros, simplemente- lo que prueba que en el año 57 ya se usaba esta prenda en España. También le pido a mi madre una faja para el frío. Estas delicadas huellas de la vida cotidiana de aquellos años me emocionan, cuando leo la carta. Lo que posiblemente me produjo, si no un trauma -porque entonces los niños no nos podíamos permitir esos lujos-, al menos una irritación, fue enterarme por mi madre de que en la misma carta en la que yo solicitaba hasta un violín, un superior, había escrito a máquina un informe muy negativo sobre mi conducta. Podría el buen fraile dominico, primero, respetar el secreto epistolar y en, segundo lugar, no mancillar mi escrito, de letra estrafalaria e insegura, con la verdad irrefutable de su Underwood. Por eso, cuando en el grupo de facebook al que pertenezco, profundamente granadino, La Orden plúmbea, alguien sale pidiendo prudencia a algún hermano que maldice o mienta la guillotina, siempre me pongo de parte del desorden humilde y despresurizador de las palabras sin censura, por muy fuertes que sean. Porque, en comparación con la indecencia que nos ahoga, son sólo palabras.