Ignacio Gallego, Prudencio Salces, Pablo Alcázar, Paco Mures
Los compadezco. Los políticos se han quedado sin lenguaje.
Cualquier cosa que digan sienta mal. Y ellos se van dando cuenta, pero para las
campañas electorales de esta temporada están saliendo a la pasarela con los
modelos de temporadas pasadas. En las primeras elecciones municipales, la de
1979, participé en un mitin. Me tocó
presentar a los oradores e intervenir, yo también, antes de dar paso al tonante
Ignacio Gallego. Yo me vestí con los trapitos dialecticos más sugerentes. Me
estudié el programa de la UCD, que pensábamos que era el enemigo al que había
que derrotar, e hice un pulcro comentario de texto de sus propuestas. Al fin y
al cabo, mi trabajo era el de comentar textos en el instituto de Montilla. Recogí
los datos necesarios para mi intervención y me fui con ese material a Iznájar,
donde trabajaba mi hermano Juan de secretario del Ayuntamiento, y le pedí que le diera rigor y seriedad a
elementos tan misceláneos y que los tratara con la lupa de un especialista en
Derecho Administrativo. Cada vez, aquello parecía más contundente y organizado:
un puñetazo, pensaba yo, en la cara de los de la UCD. El día del mitin, fui
presentando a los intervinientes: a la mujer que iba por el mundo de la mujer,
al maestro que iba por el mundo de la cultura, al compañero del metal que iba
por CCOO, al viejo comunista, de la edad de Ignacio Gallego, que iba por el
mundo de la nostalgia y el dolor de los vencidos. Aquello iba muy bien. El cine
del pueblo lleno de gente entregada se caldeaba. Me tocó a mí, e hice una
exposición pedagógica y sin fallos importantes, del programa del adversario
desmontando una por una sus propuestas y ofreciendo las de mi partido. Me
aplaudieron si no con entusiasmo, sí con respeto y reconocimiento. Aquel cambio
de régimen lo hizo la gente con la ayuda de los maestros y de los profesores de
instituto. Este de ahora lo hace la UNED y algún departamento de universidades
dispersas. Cuando terminé, intervino Ignacio Gallego y quemó la sala, arrasó.
Con el lenguaje encendido e incendiario de los mítines de los años de la República.
La campiña de Córdoba, tan comunista, tan libertaria, se reencontraba, después
de tantos años, con el lenguaje vencido, sometido, silenciado por la brutalidad
de las armas. Y se postró ante él. A mí
se me saltaron las lágrimas ante el vigor y la elocuencia de aquel hombre de
pelo blanquísimo que repetía, redivivas, las palabras exterminadas. Cuando
bajamos de la tribuna, me felicitó el Zangarrango, mi camarada del alma, y me
dijo, condescendiente: “Muy bueno lo tuyo Pablo, pero un poco amariconao, ¿no?”.
Ahora, después de todo lo pasado, cualquier palabra que salga de la boca de un
predicador electoral induce al vómito, ¡qué le vamos a hacer!