La precisión de la Underwood frente a mi escritura inmadura
Los ancianos tienden a pensar que en su juventud las cosas iban mejor que ahora, cuando los que iban mejor eran ellos, no el mundo. También en la lectura de libros. ¿Se leía más antes que ahora?, ¿se leía mejor? Antes se leía mucho menos que ahora porque había menos gente y más analfabetos. Los pocos que sabían leer, quizá fueran lectores más diestros. Dejaré el asunto a los especialistas, aquí solo contaré que mi relación con los libros, junto a momentos placenteros, también pasó por dificultades. En el colegio de frailes donde estudié interno en los 50, para leer un libro no autorizado, distraído para la ocasión de la celda de algún superior, había que tener una linterna y ganas. De noche, cuando los compañeros se dormían, encendías tu linterna y a leer bajo la colcha. Si te pillaban, suspenso en conducta, degradación y chivatazo a tus padres, aprovechando la misma carta en la que tú habías pedido ropa y calzado para hacer frente al invierno manchego, tu tutor les informaba de que si no cambiabas de actitud “lo ibas a pasar muy mal”, porque advertía en tu conducta “un abandono, una dejadez un evidente desinterés por la vida colegial”. Yo comencé de bibliotecario, oficié como sacristán unos meses y terminé, por culpa de la novela “Don Camilo” de Giovanni Guareschi, limpiando los retretes, y “haciéndome préstamos” de la bien surtida biblioteca del convento, gracias a una llave que la casualidad dejó olvidada en el bolsillo de mi guardapolvos en la época en que trabajé de bibliotecario. Cuando acababa mi tarea en los servicios, me encerraba en el escusado menos sofocante y sentado en una lata vacía de tomates en conserva de cinco kilos, leía. Así tuve un conocimiento suficiente de los clásicos, de los 11 a los 14 años. Como no quiero problemas con la SGAE ni con la Orden de Predicadores, diré que devolví todos los volúmenes. Mi relación con los libros no está libre de esa ambigüedad inaugural, entre la adicción y la escatología. No leo con unción. Me dan envidia los que describen arrebatos místicos o aseguran que entran en trance cuando leen un poema y sufro mucho sabiendo que mi experiencia lectora de la niñez no me ha permitido disfrutar de esos prodigios. Lo que sí aprendí en el colegio es que guardar los libros bajo siete llaves y hacer difícil el acceso a ellos es un magnífico método de incitación a la lectura. Por la seducción de lo negado, de lo prohibido.