viernes, 30 de abril de 2010

La máscara machista de Machado

Ensor con máscaras
         Como en 1687 lo políticamente correcto era anclar a la mujer a la casa y dentro de ella, a ciertas habitaciones como la cocina, el dormitorio o la sala de estar, y menos a la biblioteca, Fénelon, escritor, clérigo y teólogo liberal francés, en su obra La educación de las niñas, pudo decir sin ambages  que “ las mujeres no deben gobernar el estado, ni hacer la guerra, ni entrar en el ministerio de las cosas sagradas;  pueden, por consiguiente,  excusarse  de ciertos conocimientos extensos que se relacionan con la política, el arte militar, la jurisprudencia, la filosofía y la teología”.
Dos siglos y medio después, había que ser un poco más comedido y, si se querían decir cosas de este estilo, había que recurrir a algún ardid. Antonio Machado, que escribió mucho en la prensa madrileña en los años anteriores a la guerra civil, tuvo que recurrir a los poetas apócrifos Juan de Mairena y Abel Martín para permitirse -según Ángel González- desplantes, parodias, juicios heterodoxos, e incluso boutades y bromas que, en páginas menos distantes de su verdadera personalidad, acaso no se hubiese tolerado.
Pero el invento de Machado es algo más que la máscara de la  extravagancia, es el reconocimiento de que el personaje público que situamos en el escenario, y que es la imagen que nos gustaría que los demás tuviesen de nosotros,  es, sobre todo,  un disfraz. Debajo de él están los sentimientos violentos, miserables, torpes que complementan a los solidarios, desprendidos y heroicos, que también nos habitan,  y que son los que nos importa publicar. Cuando vemos en el televisor a unos individuos salvajes que golpean y meten en un automóvil militar, en cualquier guerra,  a un niño de diez años medio desnudo, nos turbamos no sólo por la fea cara de la crueldad sino - y esto no lo decimos-, porque no sabemos si en circunstancias parecidas  no incurriríamos en las mismas brutalidades. Machado, gracias a sus apócrifos, encontró la forma de hablar en público de todo aquello que le pasaba por dentro y que no estaba dispuesto a colgar a su maquillada imagen pública.
A propósito de la concesión del voto a las mujeres, se atrevió a escribir, atribuyéndoselo a su álter ego Juan de Mairena: “Si unos cuantos viragos del sufragismo, que no faltan en ningún país, consiguiesen en España de la frivolidad masculina la concesión del voto a la mujer, las mujeres propiamente dichas votarían contra el voto; quiero decir que enterrarían en las urnas el régimen político que, imprudentemente, les concedió un derecho a que ellas no aspiraban. Esto sería lo inmediato. Si, más tarde, observásemos que la mujer deseaba, en efecto, intervenir en la vida política, y que pedía el voto, sabiendo lo que pedía, entonces podríamos asegurar que el matriarcado español comenzaba a perder su fuerza y que el varón tiraba de la mujer más que la mujer del varón. Esto sería entre nosotros profundamente revolucionario. Pero es peligro demasiado remoto para que pueda todavía preocuparnos”.
Hoy, para escribir algo parecido, Machado habría tenido que refugiarse en algún seudónimo hermético, si quería seguir siendo el santo de la izquierda española. Protegido por él, a Antonio Machado (o a su doble deslenguado Juan de Mairena) no le hubiese importado afirmar que la paridad electoral entre hombres y mujeres a que aspiran los grupos políticos es una argucia de los funcionarios varones de los partidos para salvar, al menos, un 50% de escaños, antes de que las mujeres los arrollen.
Ahora que los hombres huyen del ejército profesional, de las carreras y oposiciones que exigen un esfuerzo y dedicación mayores,  y  que la política es la actividad menos apreciada por los jóvenes, se permite a las mujeres acceder libremente a esos trabajos. Fénelon se quedaría de piedra si, tras resucitar, viera que - vacíos los seminarios de varones por la pederastia clerical y por la religión del disfrute-, las mujeres comienzan a entrar también en “el ministerio de las cosas sagradas”, hasta el punto de que el sucesor de Benedicto XVI, encontrará la forma de que sean curas.
Porque los machos más avispados de la especie han percibido que el poder lo tiene ahora el Gran Hermano globalizador, o sea, el Consejo de Administración del planeta, ese gran consejo que nadie elije y al que nadie pertenece, un metapoder cada vez más abstracto que mueve el mundo según conviene a sus inversiones. Ahí es donde quieren estar. Mientras que los menos competitivos o laboriosos, frecuentan los gimnasios y recalan en bomberos.
Por eso,  los funcionarios  de los partidos han urdido la  treta del  50%, para que las mujeres no ocupen todos los escaños.

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