jueves, 11 de agosto de 2011

Los habitantes de las bibliotecas

EN la Biblioteca todo tenía aquella tarde del pasado diciembre un apacible aire de normalidad. La gente era la misma de otros días: alrededor de un 43% de jóvenes estudiantes, no menos de un 13% de emigrantes de varia procedencia, sobre todo en los puestos de internet, en torno a un 9 % de lectores sin clasificar y el resto, hasta 100%, de jubilados en estado de revista, repasando los periódicos, y un número oscilante de indigentes, que pasaban la tarde durmiendo la siesta, envueltos en la prudentísima calefacción del local o leyendo libros de autoayuda (piden sobre todo: Cómo fracasar en la vida, en las mejores condiciones). Pero el noble anciano que se sentó a mi lado, con apariencia de haber conocido tiempos mejores, toma notas de un libro sobre el II Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en Madrid el año 1937. Se encuentra tan enfrascado en el estudio de sus documentos que no se da cuenta de que estoy echándole un ojo pirata a lo que escribe. No tengo ni idea de por qué le choca la propuesta de María Teresa León, en la sesión de apertura, de que se nombre presidente de honor a un militar, el "glorioso General Miaja, defensor de Madrid". El caso es que la anota. Quizá teme que si los gobiernos se aficionan a resolver problemas civiles con leyes de excepción, como sucede con los controladores, las bibliotecas pasen a Defensa y se nombre directores a sargentos rigoristas opuestos al dormitar de los vagabundos en sede bibliotecaria. Sea como sea, mi compañero de mesa ha reflejado la propuesta de la escritora y el "clamoroso sí escuchado en toda las sala". En la frase que transcribe a continuación, también de María Teresa, ha subrayado la palabra 'coser': "camaradas, vosotros venís de países donde aún se puede coser a la luz de la paz". Antes de dejar el libro en su estantería y sus notas en el carrito-caracol en el que transporta todas sus cosas, apunta esto de un escritor ruso: "Uno de nuestros escritores, Soblef, ha dicho que la Unión Soviética da al escritor todo lo que pueda desear, menos una cosa: el derecho a escribir mal". Me hace gracia cómo apostilla este último texto: "por desgracia, éste es hoy un derecho de uso común, hasta Vargas Llosa se ha acogido a él en su última novela". Cuando salió, me levanté para coger el libro que había dejado en la estantería y contextualizar alguna de sus notas, pero los funcionarios, todavía civiles, comenzaron en ese momento a apagar las luces. Lo dejé para otro día. Ayer volví para terminar mi tarea, no pude, la biblioteca ya no estaba allí.

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