viernes, 1 de febrero de 2013

En terapia

EN la serie argentina de televisión En terapia, Jorge, el padre de Gastón, un policía de elite que se ha suicidado, le dice a Guillermo, el psicoanalista de su hijo: "Todo comienza en la casa según ustedes, los psicólogos: papá te quería llevar a jugar a la pelota y vos no queríais, vos queríais jugar a las muñecas, mamá te tocaba el pito cuando te bañaba de chiquitito… siempre son los padres en casa los culpables de todo". El hombre abrumado por la culpa trata de traspasársela al terapeuta. Yo no les echo la culpa a mis padres del amor exagerado que tengo a la libertad de expresión, pero sí al internado en el que estuve confinado desde los 10 a los 14 años. Aparte de los altos muros y del insoportable encierro durante 325 días del año -sólo iba a casa 40 días, en verano- el régimen de vigilancia y pesquisa inquisitorial al que estábamos sometidos era intenso. Seguramente que mi psicólogo, de haberlo tenido, hubiera considerado traumatizante el que los superiores leyeran las inocentes cartas que los alumnos mandábamos a casa solicitando amor, ropa y comida. Conservo una de esas cartas que me permiten no idealizar los años que pasé interno. En ella le pido a mi madre que me mande un sinfín de cosas, entre ellas unos pantalones vaqueros -ni tejanos, ni jeans, vaqueros, simplemente- lo que prueba que en el año 57 ya se usaba esta prenda en España. También le pido a mi madre una faja para el frío. Estas delicadas huellas de la vida cotidiana de aquellos años me emocionan, cuando leo la carta. Lo que posiblemente me produjo, si no un trauma -porque entonces los niños no nos podíamos permitir esos lujos-, al menos una irritación, fue enterarme por mi madre de que en la misma carta en la que yo solicitaba hasta un violín, un superior, había escrito a máquina un informe muy negativo sobre mi conducta. Podría el buen fraile dominico, primero, respetar el secreto epistolar y en, segundo lugar, no mancillar mi escrito, de letra estrafalaria e insegura, con la verdad irrefutable de su Underwood. Por eso, cuando en el grupo de facebook al que pertenezco, profundamente granadino, La Orden plúmbea, alguien sale pidiendo prudencia a algún hermano que maldice o mienta la guillotina, siempre me pongo de parte del desorden humilde y despresurizador de las palabras sin censura, por muy fuertes que sean. Porque, en comparación con la indecencia que nos ahoga, son sólo palabras.

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