jueves, 3 de abril de 2014

La invasión de los cofrades

Costaleros
No desespero de enterarme algún día de lo del 23F, pero no creo que la fantasiosa Pilar Urbano sea quien nos revele lo sucedido. Hace años, la vi en televisión contando que se había puesto novia con Cristo y hasta ahora no se les ha visto en la portada del ¡Hola!  Contó entonces que ella ya tenía novio. Era una chica normal a la que hasta se le acercaban los muchachos a festejar con ella. Pero, según decía, se topó con Cristo y mandó al novio a freír espárragos. No recuerdo (¡hace de esto tanto tiempo!) si Jesús estaba de acuerdo en salir con ella, si se lo pidió Pilar o si no le dejó elección. Cualquier muchacho de la Chana o del Zaidín, pese a un instinto ciego que le hace bajar el listón bastante y enredarse en amistades nada recomendables, puede decirle que no a cualquier Pilar Urbano que le tire los tejos, pero Cristo, no; Cristo tiene que pechar con lo que le caiga encima. Mientras hablaba, la periodista no dejaba de mover unas manos poderosas y tensas, cuajadas de anillos y pulseras. Cristo sirve un poco de airbag, como la mayoría de la gente. Aguanta que Pilar Urbano lo coja del bracete y que los cofrades lo paseen en imagen por las ciudades como si fuera un mueble y que todo el mundo se lo pase estupendamente, mientras él y su madre lo pasan fatal. Tampoco se molesta cuando el papa y los obispos deciden que el ajetreo de la Semana Santa forma parte de la ‘religiosidad popular’. Esa que en otros tiempos era perseguida por la Iglesia  y por los pontífices, pero que ahora, como suministra asistentes, dinero y además es imparable, se ve como algo positivo y plausible. ¡Qué bien comprendí a Cristo un día que me dio por comer en la calle! La paciencia que yo percibo en él, es la misma que tuve que usar  mientras que hacía frente a un consomé, que yo pedí corriente y que luego se me pobló de cebollino y de queso de cabra. Entre el primer y el segundo plato entró en el bar un cofrade recio -según contó iba al gimnasio y practicaba tenis- y colocó sobre el mostrador un móvil de última generación a toda pastilla y en el que había grabado la marcha de su cofradía que él acompañaba con movimientos bruscos de la cabeza y con el tarareo de la melodía. En el comedor sólo estaba yo. El martirio terminó 8 minutos después cuando yo daba fin a un plato de bacalao con tomate. No dije ni palabra. Como Cristo, aguanté los malos tratos. Pagué y me fui. Si yo no perteneciera al  ‘colectivo’ de personas que servimos de airbag para los excesos de los expansivos, le digo algo al cofrade.

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