La censura ha vuelto, parece que para quedarse. De aplicarla
se encargan los jueces con las herramientas que el legislativo les ha dado. La
autocensura es un efecto inevitable. No siempre malo, porque agiliza el ingenio.
Quemar al Rey en efigie ha tenido sus consecuencias. Intento sortear, prudente
y humildemente, la cárcel y la ruina, cuando escribo, pero me resulta
inevitable, al ser republicano y considerar un sindiós la monarquía, como
concepto, seguir desnudando al emperador, sin recurrir al soplete o al
lanzallamas. Dejarlo en cueros delante de sus súbditos, sin incurrir en
reproche penal. Para ello hay que renunciar al fuego, usado como azote en las
llamadas religiones del libro, surgidas en zonas desérticas de Arabia, donde el
calor es abrasador. El cielo para esas religiones se parece a un oasis o a un
florido pensil. Para que los pueblos sean buenos, el Señor, por medio de los
profetas, les promete un cambio climático radical: “Alumbraré ríos en cumbres
peladas; en medio de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en
estanque y el yermo en fuentes de agua” (Isaías,
41, 18). Y el infierno es, como los montes gallegos en verano, una pura
llama. En este escenario, el imaginario
colectivo considera que lo peor que le puede pasar a uno es que lo quemen, aunque
solo sea en efigie. Hay, pues, que olvidarse de las llamas, si queremos esquivar
la censura; recurramos al hielo para
mostrar nuestra repulsa. Según Dante, los réprobos son arrojados a lo más
profundo del infierno, una sima abocinada
con escalones donde sentarse para no tener que estar toda la eternidad de pie.
Y allí se les martiriza no con fuego, sino con hielo. Tiritones sin fin para
los malos. Los alemanes, hijos del fuego, quemaron a millones de personas, en sus
hornos. Pero Stalin prefirió el hielo para matar de frío en las estepas
siberianas a millones de rusos. Si no nos gusta la monarquía, no quememos
estampas y fotos de los reyes, metámoslas en el congelador de nuestra nevera. A
18º grados bajo cero. En las manifestaciones, podemos utilizar las mismas urnas
transparentes de las votaciones para que se vean bien. Con unos cubitos de
hielo, nos pueden durar sin estropearse lo que un quilo de merluza congelada. Y
luego, otra vez a la nevera. Hasta la próxima algarada.
Muy buena idea ...
ResponderEliminarY luego se le saca y se le descongela para el desfile del día de los avioncicos y la cabra. Gracias, Mark de Zabaleta. Saludos
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