martes, 24 de abril de 2018

El marido de la escritora (folletín del 36)

Revista Lecturas, diciembre 1936

ESCENARIO: elegante gabinete-tocador de una dama. Lujo, confort, buen gusto. La dama, ante  un espejo que refleja entera su esbelta figura, se contempla satisfecha. Es rubia auténtica y contrastando con el oro brillante de su cabellera, de rizos cortos, artísticamente peinada, los ojos negrísimos, rasgados, pasionales, ojos de gitana o zahorí, resaltan sobre la blancura mate de su tez de seda, bajo la curva elegante de las cejas y la sombra romántica de las pestañas obscuras. La boca, sin ser pequeña, es de rasgos estéticos, y los labios muestran un discreto retoque rojo.
Un traje de noche, de terciopelo color vino de Burdeos, se ajusta a sus caderas modelando sus formas esculturales. Ampliándose hacia las rodillas, cae en artísticos pliegues hasta la alfombra. El cuerpo se reduce a la más mínima expresión. Costados, espaldas, hombros y brazos, quedan completamente desnudos; por delante, la tela cubre todo el pecho dejando un pequeño escote; vista de frente, parece vestida; vista de espaldas, sólo una cadena de plata une la tela del delantero con la cintura pasando por los hombros. Pendientes de rubíes son las únicas joyas que completan la toaleta.
Unos discretos golpes dados en la puerta la distraen de su muda contemplación.
—¡Adelante!— dice, y otro bello ejemplar del género humano aparece en el dintel.
Es un caballero de aventajada estatura que aún no ha cumplido los treinta años. Moreno, perfectamente afeitado excepto un pequeño bigote que sombrea levemente el labio superior de su boca sensual. Viste con irreprochable elegancia de frac y lleva en la mano, aristocráticamente formada, unos guantes blancos.
—¿Estás lista?— dice risueño, mientras recrea sus ojos en la espléndida belleza que tiene delante.
—;Lista!— repite ella inclinándose hacia una butaca para coger la capa de armiño que completa su elegante atavío.
Entonces repara él en la desnudez de su esposa y dice contrariado:
--;Espera!—
Ella comprende; le ha bastado la voz, el gesto, se vuelve hacia él lentamente, en definida actitud de rebelión.
—¿Te has visto por detrás?— pregunta el marido frunciendo el ceño.
—;Claro que me he visto!— dice displicente y tranquila.
—¿Y estás dispuesta a mostrarte así en el baile? —Creo que no vamos allí a rezar el rosario.
—Pero tampoco me parece que' vamos a una bacanal.
—¡Armando!
—¡Luisa Fernanda!... me prometiste desterrar ciertos atrevimientos y lo que has hecho es exagerar la nota. ¿Quieres decirme por qué?
—Para que no vuelvan a suponer que me dedicaba ahora a catequista.
—¡Eso no es cierto!
—¡Muy correcto!
—Tú me obligas a ello. Me dijiste que habías llamado poderosamente la atención y que tus amigas te habían pedido la dirección de tu modista. O mentiste entonces, o mientes ahora.
—;Qué palabras más gruesas!
—;Déjate de ironías! Sobre todas las opiniones está mi opinión; la que tú debías tener más en cuenta, y demasiado sabes que aquel vestido, dentro de los cánones más rigoristas de la moda, se acercaba todo lo posible a la decencia.
—¿Nada más que lo posible?— repite despectiva.
—Nada más rotundo—. Yo no soy rigorista, ni exigente, ni mojigato. Te permito algo más de lo que debe permitirse, porque donde tantos pecan pierde importancia el pecado y se hace el ridículo si no se sigue en algo la corriente. Por desgracia debemos soportar, aunque nos molesten, ciertas imposiciones sociales, pero de eso a que mi mujer, ¿oyes?, mi mujer, pueda confundirse con... ciertas mujeres... ¡no!
--¡Lo dices en un tono de mando que quita todo deseo de obediencia!
—Estoy harto de decírtelo en todos los tonos, menos en el que pueda parecer falta de respeto. que se merece toda mujer propia que no haya desmentido que es una señora... (Continuará, Dios mediante)
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