jueves, 4 de marzo de 2010

Cómo alcanzar la inmortalidad

Yago, entre hippie y franciscano
En 1982 hice el Camino de Santiago en bicicleta con tres amigos, Manuel Galindo, Manuel Orozco y Rafael Pedrajas. Al terminar, Rafa y yo,  narramos el viaje en Diario de Granada.  El escritor Antonio Muñoz Molina, que entonces vivía en Granada, y  también colaboraba con el Diario,  estuvo presente cuando le contamos al redactor jefe del periódico nuestro encuentro con unos cómicos, a la salida de Frómista.  A los pocos días nos regaló  el texto del post de hoy. Lo incluimos en la cuarta entrega de nuestro trabajo, sin decir que lo había escrito Muñoz Molina. Así lo acordamos con el novelista.  Nadie se dio cuenta, lo que me ha hecho sospechar siempre que nuestros artículos los leyó poca gente.  No puedo decir que me sienta en deuda con el escritor, porque el día del regalo  María Victoria, mi mujer, le había hecho una tortilla de patatas  como las de mi madre y yo  le había desvelado el secreto de la inmortalidad, sin pedirle nada a cambio.  Si no lo creen, lean, en su libro El Robinsón urbano, el artículo titulado “Cómo alcanzar la inmortalidad”. Todavía están a tiempo de asegurársela. Él está cumpliendo las condiciones que le puse para conseguirla, yo,  y no creo que tenga que explicar por qué, las he olvidado.


Azahar

El beso de Palmera
Gabriel, Yago y Palmera van hacia Santiago al ritmo demorado de un mulo que compraron en la estación de Villargordo, provincia de Jaén, que es uno de los pocos sitios de este mundo donde se pueden comprar mulos y carros que lo lleven a uno, si no al Katmandú, sí al menos a Compostela. Gabriel, Yago y Palmera viven del aire y de los regalos de las huertas que hallan a su paso, y, a veces, cuando les viene en gana o se lo pide el cuerpo, montan en las plazas de los pueblos un retablillo de monigotes donde cabe el estacazo rotundo de los antiguos "cristobicas", pero también la ternura de una media luna pintada de purpurina y la sonrisa de un cándido robot.
Al final pasan la gorra, cuentan las monedas y siguen su camino entre hippie y franciscano, vestidos con las túnicas de colores y los abalorios de un sueño del que sólo ellos sobrevivieran. Porque al lado de su andanza vagabunda, el camino de los peregrinos en bicicleta es una línea recta que conduce a otro viaje y que muy pronto va a separarlos.
Y así, cuando los dejan atrás, los peregrinos conocen enseguida una nostalgia ambigua que crece si vuelven la cabeza y ven alejarse el carro lento y el mulo comprado en la estación de Villargordo, y recuerdan, como un regalo inmerecido, el beso que Palmera, la cómica de la cuadrilla, les dio casi en los labios, porque ellos, viajeros serios que van en bicicleta, sólo se habían atrevido a ofrecerle la mejilla.

1 comentario:

  1. He leído el capítulo que usted dice y ya he empezado a poner en práctica sus recomendaciones para alcanzar la inmortalidad. En nueve meses habré cumplido la última.

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