viernes, 6 de agosto de 2010

La CIA sugirió a Michelle Obama helado de chocolate

Granada, según el novelista Gregorio Morales, fue objeto de observación de la CIA desde los años 50.Llegada la Transición, la tarea principal de la Agencia fue, como en otros lugares de España, la de neutralizar como fuese a los intelectuales del PCE, que proponían la ruptura frente al continuismo. El método utilizado fue cubrirlos de prebendas para comprar indirectamente su silencio y su aquiescencia. Las pruebas del espionaje van apareciendo poco a poco: en 1996, un profesor granadino de Historia, por casualidad, encontró en la Biblioteca del Congreso de los Estados unidos unas “Letrillas por la muerte de Franco”, del poeta local José Ladrón de Guevara depositadas allí por un profesor granadino, colaborador de la CIA. Un antropólogo de La Zubia, pueblo cercano a Granada, en 2006 tuvo acceso al texto que sigue, escrito en los años 80 por un militante comunista de base, dado en custodia también a la Biblioteca norteamericana por la Agencia y que ha sido fundamental para que la primera dama eligiese el chocolate de la heladería Italiana de la Gran Vía granadina, postergando el helado de pasas de La Rosa, heladería de la Carrera de la Virgen. No damos el nombre del autor, porque está a punto de viajar a Nueva York y no queremos crearle problemas con su visado.
 L’amore non invecchia
La historia reciente de nuestra ciudad ha vivido algunos momentos felices en que tirios y troyanos se han puesto de acuerdo. Pero tal identidad de criterios y pareceres no es lo normal en una Granada dividida, de siempre, por una profunda zanja de incomprensión y cainismo. Ni en la noche ceja el enfrentamiento, y la villa asiste a la exacta partición de sus ciudadanos, los vagamundos de la oscuridad, en el bando de los que se congregan en tomo a la barra estrellada del Bar Avellano ‑construida así, si hemos de prestar oídos a los maliciosos, para que los parroquianos ahorrativos puedan invitar en sus días fastos a segmentos de estrella sin necesidad de correr con los gastos exorbitantes de una barra corrida, sin fracturas‑ o el de los que prefieren la cadenciosa e ilustrada hospitalidad de la Tertulia de Tato. La Granada del Genil y la del Darro. El partido o facción de los que beben su vaso vespertino de sangría en la Mimbre, y el de los que estarían dispuestos a matar a su padre si quisiera obligarlos a tomar su cerveza y su plato de ensaladilla de pimientos asados en parte o aguaducho que no fuese la terraza de Casa Juanillo, en el Camino del Monte, frente a la Alhambra.
Pero las cosas no fueron siempre así. E incluso antes de la oposición unánime, e inútil, de la ciudadanía a que los socialistas, y sus ocasionales aliados conservadores, empedraran la Vega, se había producido el raro suceso de la congregación total de los granadinos alrededor de una idea.
Y sin embargo, ni el más optimista hubiese imaginado que se podría llegar a ese acuerdo. Porque eran dos concepciones irreconciliables del mundo y de la vida las que se enfrentaban, las dos Granadas que se niegan el pan y la sal. Una de ellas adicta a Los Italianos, heladería situada en la Gran Vía de Colón; la otra, la que endulza sus sinsabores en la devota y proletaria expendeduría de La Rosa, a la sombra de la basílica de la Virgen de las Angustias. Cada uno de estos establecimientos vive su momento de esplendor en épocas diferentes, al amparo de símbolos distintos.
El último domingo de septiembre se abarrotan los despachos de la Carrera de la Virgen de gentes venidas de los pueblos de la vega, que viajan en coches de línea que los dejan en el Humilladero o en la plaza de Bibataubín, cerca de las heladerías de La Rosa y de la Patrona. Por poco dinero reciben cucuruchos gigantes, coronados de soberbias bolas, en las que no sería difícil sumergirse e incluso bucear por sus enervantes simas para salir después ahítos de avellanas o de jugosas pasas de Málaga.
La calidad de sus helados es muy aceptable, pero su secreto reside, no obstante, en la cantidad, y su público se recluta, sobre todo, entre la populosa legión de granadinos que hubieron de hartarse de choto al ajillo y de patatas a lo pobre antes de aceptar que los años del hambre habían acabado por fin. Arte mecánica, que no liberal, es la que guía la fecunda mano de estos artesanos de lo gélido. Un cuadro kitsch de la Virgen de las Angustias preside las honestas operaciones de compraventa que se realizan en esta casa.
Por el contrario, la inspiración que guía a los níveos artífices de la Gran Vía es "cosa mentale” altísimo regalo del intelecto a los sentidos. Su oficio, que pica en arte, aunque laico, parece ser cosa de otros mundos, como si la idea platónica de lo que debe ser un helado hubiese tomado cuerpo jubiloso al calor de las nieves de la Sierra.
El local amplio, limpísimo, adornado de refulgentes lámparas de cristal, recibe de forma regular, no sólo a las élites culturales y económicas que asientan sus reales en torno a las oficinas bancarias de ese cabo de la Gran Vía, sino también, a la regalada juventud de hoy, alimentada desde su infancia generosamente con potitos, yogur y fuagrás.
En época de festivales (de música o, más recientemente, de teatro), hay que esperar un tiempo, tal es la afluencia de público, para ser atendido por pulcras señoritas.
No te engañes, lector fruente, no esperes ‑ni desees‑ hartazgo ni temas empacho: el banquete será leve, pero exquisito. Como en el amor, la fidelidad que seguramente otorgarás a Los Italianos, vendrá del deseo que nunca se satisface del todo.
La misma persona sensible y pródiga que ha dado nombre a los frutos de la casa (stracciatella, gianduia, specialissirno, Nonna Italia) ha adornado la pared de la Heladería Italiana con un precioso cuadro en el que dos viejecitos sentados alrededor de una mesa camilla se miran con ternura inefable. Los lectores de Dante o de Petrarca, o simplemente las jovencitas que algún día se dejaron seducir por las tiernas palabras de algún marinero florentino, al leer el lema del cuadro, L’amore non invecchia (el amor no envejece) tendrán de nuevo la certeza que el idioma italiano es la lengua del amor.
Pero, incluso, hubo un tiempo feliz, sobre lejano, en que la hueste de La Rosa subía, abandonando sus naturales abrigos, y las mesnadas de los Italianos bajaban sin preocuparse lo más mínimo al descuidar su suave sede, y ambos ejércitos se acordaban y daban la mano a mitad de camino, en una heladería situada en la Plaza del Carmen, la de Monerris Planelles. Las dos armadas coincidían en un punto: el helado de turrón de almendra de los artesanos de Valencia, producido en tierra de nadie frente a la Casa Consistorial, era el mejor helado de turrón de Granada. Pero Monerris Planelles cerró sus puertas y las dos Granadas quedaron, una vez más, isleñas, irreconciliables.

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