viernes, 8 de octubre de 2010

De cómo el teatro fino se cargó al Chino

La movida cambió las maneras pero no el fondo de la cuestión (ver entrada anterior). Lidia Falcón, la quejumbrosa feminista catalana que está algo mayor y seguramente prefiere que le miren más el alma que el cuerpo, en “Cuéntame”, explicó que los hombres salieron de la dictadura hambrientos de carne femenina, aunque no aclaró si ingresaron en ella ahítos. Y en los años 80, añadieron más disfraz cultural si cabe a su deseo de ver a la mujer desnuda y en movimiento. Recurrieron incluso a la creación de Festivales Internacionales de Teatro, que de internacionales, a veces, no tenían nada más que el número de la stripteuse. En el de  junio de 1983 de Granada, en la discoteca Séneca, actuó Christa Leem que, a lo Concha Piquer, se trajo a su madre, la cubrió de plumas, le sujetó las carnes con ortopédicas y co­rrectoras mallas, le dio un micrófono y la  puso a can­tar para llenar el tiempo entre sus sucesivas desnudeces. Con­cejales recién elegidos, senado­res de la izquierda moderada, diputados en Cortes, parlamen­tarios andaluces, poetas galar­donados, y otros en ciernes, dirigentes de partidos políticos acompañados de sus dedica­ciones exclusivas, se sumergie­ron en el ambiguo placer de dis­frutar, parcialmente, de la vi­sión del cuerpo de la niña con la bendición de la madre. Y digo sólo parcialmente, porque allí nadie se atrevía, bien por la presencia de la anciana cantante, bien por el pudor de saberse observado por toda la progresía provincial, a mirar hacia dóde, estadísticamente, deben de encontrarse las turbadoras y magnéticas cavernas de la artista. No es lo mismo que a uno lo sorprenda en observación tan interesada un camionero en ruta que verse estudiado por toda una mayo­ría municipal. Y así, las angéli­cas miradas se concentraban unánimemente en las zonas altas y nobles de su anatomía, sin osar dirigirse a lo bajo e inferior de la danzante, la cual, por otra parte, no ofrecía demasiadas facilidades, al prac­ticar su delicado oficio al son de una música frenética, inapropiada totalmente para labores hermenéuticas ni permi­tía a la vista la vivisección de un cuerpo huidizo.
Fueron muchas las circuns­tancias que se concitaron para hacer el placer imposible. La luz y los taquígrafos no pueden estar presentes en lo que debe de ser una búsqueda sigilosa y culpable. Christa Leem, a la que el programa de mano del I Festival de Teatro de Granada presentaba como "vedette" para minorías, logró, según testigos, aburrir a la inmensa mayoría, que al retirarse triste y decepcionada a sus casas pa­recía abandonarse a la nostal­gia de las carnes otrora gráciles, dúctiles y turgentes, y prudentemente movedizas, de la bien­hechora e itinerante Manolita Chen.

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