Pánfilo es de esos seres muy sensibles a los que ciertos días les cuesta un trabajo enorme contener las lágrimas. Entonces una mirada o la ferocidad de un fanático que grita le hieren y se deshace en lágrimas.
La mirada: Pánfilo llevaba tres años viéndola pasear sola por la ciudad. Le habían informado de que era argentina y que cantaba boleros para ganarse la vida por los bares de la margen derecha del río Darro. No era natural que una muchacha tan hermosa pasease siempre sola. Luego se enteró de que la chica había mantenido sus creencias marxistas-leninistas más allá de la caída del muro de Berlín. Predicaba con convencimiento y fe en las reuniones semanales de la coalición de izquierdas a la que pertenecía sobre la maldad intrínseca del sistema financiero mundial. Tenía el pelo, aunque se acercaba velozmente a los cuarenta años, totalmente oscuro. Era capaz de hablar de política —en pleno mes de julio— más de 8 horas seguidas. No tenía sentido del humor, como corresponde a la persona que está empeñada en una lucha sin cuartel para acabar con la explotación del hombre por él hombre y con la de la mujer por el hombre.
El lloró una tarde al verla cruzar la Plaza de Bibarrambla. Iba muy arreglada, tan evidentemente guapa como otros días. Seria, según costumbre. Y sola. La soledad de la mujer le hirió profundamente esa tarde. Más que la suya propia. Y su mirada desconcertada. Aunque esa semana había llorado mucho viendo cómo unos seres sin piedad gritaban en un acto solemne de recuerdo y homenaje a los militares heridos o muertos, aún le quedaron pena y lágrimas que dedicar a la soledad, que él imaginaba inhóspita, de aquella mujer hermosa. Porque, Pánfilo, de sensible que es, apaga la televisión en las escenas en que alguien se queda con la mano tendida esperando un apretón que nunca llega. Y al tiempo que cierra el aparato, una lágrima le moja la mejilla, porque los hombres formales ¡qué bien lloran!
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