Si destapas la olla a presión, sin esperar a que suelte
el vapor, puedes ver cómo las collejas terminan en el techo de tu cocina. Todavía
me encuentro con antiguos alumnos del Instituto “Diego de Siloé” de Illora que
recuerdan mis prácticas depredadoras con
las collejas del cementerio del pueblo. Salimos un día a dar la clase de
Literatura en el campo. Como la Literatura contiene más flores que otra cosa
-¡la manía que tienen los poetas con las petunias!- es disciplina que se presta
a las excursiones y a ensoñaciones veganas. Desde la humildad, como diría
Iniesta, y sin ánimo de establecer ningún parangón con el santo, que no sea el
que voy a referir, San Juan de la Cruz acostumbraba a salir también con sus
novicios por los oteros de Beas de Segura a coger espárragos trigueros con los que
enriquecer el parvo menú conventual. Buscábamos un lugar en el campo donde leer
algún poemilla tenebroso del Romanticismo y dimos en un prado de flores bien
abastecido que nacía en las tapias del cementerio del pueblo y descendía en
pendiente hasta unos zarzales. Después de leer algo lúgubre, para no desentonar
del lugar, advertimos que la pendiente estaba llena de collejas. Las collejas,
según decía mi tita María, son como los sesos de las espinacas. En tortilla,
están deliciosas. Nos aplicamos a cogerlas y conseguimos llenar un saco entre
todos. Al volver a clase, yo iba pensando cómo requisarles a los jóvenes
recolectores la mayor parte de las collejas. Al final se me ocurrió decirles
que, cuando llovía abundantemente, el agua corría entre las tumbas de sus
antepasados, empapaba sus restos y terminaba deslizándose por la pendiente
donde crecían las collejas, fertilizándolas. Ninguno de mis alumnos quiso
llevarse la parte de collejas que le hubiera correspondido en el reparto, pese
a que para entonces los partidos políticos habían aprendido a vivir sin ningún
decoro del terrorismo, utilizando a los
muertos y a sus familias como alimento electoral o salvavidas full time. El episodio de encarcelamiento de dos
titiriteros granadinos y el uso que ha hecho de este triste suceso el PP para
tapar la corrupción en Valencia y Madrid, demuestra que este partido no
renuncia a la antropofagia. Pero mis alumnos mostraron más respeto y
consideración con sus difuntos y me cedieron el saco entero. Les di las gracias
y les dije que sus difuntos estarían
contentos de que el profesor alimentara su
cerebro con las collejas -¡tan ricas en hierro!- abonadas por ellos. Así explicaría mejor las cosas a sus nietos. Pero
cuando las guisé, me olvidé de quitarle la válvula a la olla a presión y de
enfriarla debajo del grifo. Y al abrir la tapa, las collejas lo ensuciaron todo. Porque la
única justicia que funciona medianamente bien en España, es la justicia
poética. Y el depredador se quedó sin collejas.Y los caníbales simbólicos, cada
vez tienen menos votos.
Siempre recordaré con añoranza la tortilla de collejas que hacía mi suegra. Ella era pura poesía y no tenía nada de política.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Los guisos de nuestros mayores cocinados con nostalgia y tiempo. Gracias, amigo.
EliminarExcelente artículo/relato...
ResponderEliminarGracias, Mark de Zabaleta. Un saludo grande.
ResponderEliminarUn texto bonito, voy a bucear por aquí.
ResponderEliminarGracias, jordim, por visitar mi blog. Ojalá encuentres en él cosas que te entretengan y te desestabilicen o/y complazcan. Un saludo cordial.
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